“Conque, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: Tú lo dices: soy rey”.
Queridas hermanas benedictinas
y queridos hermanos todos:Domingo, fiesta de Jesucristo Rey del Universo. Último domingo del año litúrgico.
En estos tiempos que vivimos y
en estos días de buena gana votaríamos muchos para que Jesucristo fuera el rey
del mundo y destruyera el imperio terrorífico del Estado Islámico, y de otras bandas inhumanas y asesinas, que
pretenden dominar la humanidad desde el miedo. También lo votaríamos para que
hiciera desaparecer la corrupción en el
ámbito político y en otros ámbitos que influyen enormemente en la organización de la sociedad y en la
buena marcha de la vida práctica de la gente, especialmente de la más
necesitada.
Pero, dice Jesús: “Mi Reino no es de este mundo”. Jesucristo
no es rival de ningún rey humano. Él
quiere reinar ganando el corazón de los hombres.
Jesucristo ha venido para
implantar el Reino de Dios. Y lo quiere implantar de una manera que a todos
sorprende y que nadie podía imaginar.
Jesucristo pretende reinar y
está reinando desde la cruz. Jesucristo dice que él ha venido al mundo “para dar testimonio de la verdad”, de la
verdad de Dios. Y la verdad de Dios es
que Dios nos ama hasta el punto de darnos a su propio Hijo: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó
a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida
eterna”.
En el trono de la cruz
Jesucristo es la revelación suprema del amor de Dios al hombre. Porque desde
ella, Jesucristo da el testimonio más irrefutable de su obediencia a la
voluntad de Dios, y de su amor sincero y verdadero a los hombres. “Mi voluntad, dijo un día Jesús, es hacer la voluntad del que me ha enviado;
y refiriéndose a nosotros, dice: “Habiendo amado a los suyos que estaban en
el mundo, lo amó hasta el extremo”. Y ahí tenemos a Jesús en el trono de la
cruz: Ni ejércitos, ni armas, ni amenazas, ni chantajes; tampoco ofrece dinero,
ni honores, ni salud, ni poder; maniatado, a merced de un gobernante cobarde y
escéptico, impotente, desnudo, mostrando sin velo ni sombra la fuerza infinita
de su amor: Amor a su Padre Dios en obediencia incondicional, amor hasta el
extremo a los hombres.
En su vida pública, mientras
anduvo por los caminos de Galilea y Judea, este amor de Jesús se manifestaba en misericordia con los
pobres, con los necesitados y con los pecadores, y en servició humilde a todos
los hombres. Todos recordamos aquella catequesis famosa a sus discípulos: “Los jefes de los pueblos los tiranizan, y
los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande
entre vosotros sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del Hombre
no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por la
multitud”.
De esta manera quiere
implantar Jesús el Reino de Dios en este mundo; además, así quiere que sus
seguidores colaboremos con él en el Reino. Jesucristo no quiere suplantar a
ningún gobernante, ni ahorrarnos el esfuerzo de buscar los mejores modos
de dirigir las instituciones que
funcionan en la vida civil. Jesucristo quiere que el amor y el servicio
por amor sean la sal que sazona todas las instituciones humanas y todas las
relaciones entre los hombres. Amor y respeto a Dios sobre todas las cosas, y
amor y servicio por amor a todos los hombres. Este es el programa de Jesús, Rey
del universo, y nuestro programa de seguidores de Jesús.
Así vamos disponiendo este
mundo atormentado y sufriente para que cuando él venga de nuevo, al final de
los tiempos, pueda establecer
completamente el Reino que ahora está tratando de implantar: “El reino de la
verdad y de la vida, el reino de la santidad y de la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz”.