Lecturas:
-Is
52, 7-10
-Heb
1, 1-6
-Jn
1, 1-18
-El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros”
¡Feliz Navidad, hermanas y
hermanos todos!
Feliz Navidad, hermanos,
porque al participar en la liturgia propia de esta gran fiesta, nos acercamos a
la fuente que genera felicidad y bebemos realmente de ella.
En estos tiempos, mejor que en
tiempos pasados, tomas conciencia de la gracia que es celebrar la Navidad religiosamente
y cristianamente a través de la liturgia de la Iglesia y participando en la
eucaristía. Ahora, que convivimos con
gentes y también autoridades públicas, que pretenden celebrar comuniones
civiles sin comulgar con Cristo, bautismos sociales sin bautizar, y los Reyes
Magos con “magas”, ahora, nos damos cuenta cuántas gracias tenemos que dar a
Dios de haber venido a la eucaristía, para vivir a fondo y realmente el
misterio de esta fiesta, cuya fuerza transformadora se manifiesta en la cultura
y civilización cristiana que ha creado y
en la extensión universal , incluso en
ámbitos no cristianos, que ha alcanzado.
¿Dónde reside el secreto de la fuerza transformante
que encierra el misterio de la Navidad? La celebración de la Navidad es una
manifestación máxima del amor y de la misericordia de Dios a los hombres.
La Navidad nos revela la
fidelidad y la misericordia de Dios Padre: Estábamos perdidos, habíamos
desobedecido a Dios, y Dios, lejos de abandonarnos, se compromete a salvarnos, y envía a su
propio Hijo para salvarnos.
La Navidad nos revela el amor
del Hijo de Dios, Palabra cabal del Padre, que no hace alarde de su condición
divina y ,por salvar a los hombres, se
humilló a sí mismo hasta la muerte y muerte de cruz.
La Navidad nos revela el amor
del Espíritu Santo, que inunda de gracia a María, para que pueda ser virgen y madre a la vez; el Espíritu santo
manifiesta también su amor en la luz de
fe y de gracia que despliega sobre los pastores, y en Ana y en Simeón, y en las
gentes humildes que contemplan al Niño en brazos de María, y en los Magos que
vienen del extranjero, para que descubra en un niño pequeño a Dios, en una pobre e indigente criatura, al Salvador del
mundo.
Pero el misterio de la Navidad
es, además, revelación, que explica con hechos elocuentes, la grandeza y la
dignidad del hombre.
Dios, queridos hermanos, ha
considerado que merece la pena para él hacerse uno de nosotros, y enviarnos a
su Hijo que nos enseñe el camino de la
verdad y la justicia, y que, incluso dé la vida por nosotros.
Somos mortales y pecadores,
pero a los ojos de Dios somos muy dignos de ser amados, y respetados, y
salvados.
La Navidad, además, nos
anuncia que podemos llegar a ser hijos de Dios, partícipes por el bautismo, de
la misma vida del Hijo de Dios, Jesucristo. Y si nuestro corazón herido por el
pecado está inclinado al mal, por el bautismo se nos injerta la vida misma de
este Niño inocente de Belén, que tiene y nos proporciona gracia divina, para
que practiquemos el bien. Los bautismos civiles, ¡qué esperpento y cuánta
ignorancia!; ¡los bautizados que abandona la Iglesia, qué dolor y cuánto se
pierden!
El Hijo de Dios se hace
hombre, para que los hombres podemos llegar a ser hijos de Dios. Este es el
secreto de la fuerza transformadora de la Navidad, que ha dado lugar a tantos
mártires y santos, y que ha sido capaz de transformar una
civilización, que ahora dolorosamente vemos que se desdice de sí misma.
Pero nosotros, los que hemos
contemplado su gloria, celebramos la
Navidad y participamos de la eucaristía, para recibir la gracia que brota de la
cuna de Belén y continuar anunciando a este mundo que la gracia y la verdad
vinieron por Jesucristo