Textos:
-I, 1-2ª. 3-8
-15, 1-1-11
-5, 1-11
-Queridas hermanas
benedictinas y queridos hermanos todos:
“Apártate de mí, Señor, que soy un pecador”
Esta frase de Pedro, postrado
a los pies de Jesús, no es un grito de espanto,
es una confesión de fe y un acto de adoración.
Pedro dice estas palabras,
porque ha visto en Jesús hombre al Mesías, al Señor, al Hijo de Dios.
Pedro ha tenido una
experiencia de encuentro personal con Jesús, y en Jesús con el Dios vivo y
verdadero. El Evangelio dice: “Es que el
asombro se había apoderado de él y de
los que estaban con él al ver la redada de peces que habían cogido”.
Pedro se asombra, tiene la
experiencia del misterio, de lo trascendente, del Dios que sobrecoge, que llena de admiración,
que inspira amor grande y respeto.
Esta experiencia lleva a
Pedro, lo mismo que a Santiago, y a los otros compañeros, a dejarlo todo, su
familia, sus bienes, su barca, su oficio;
siguen a Jesús incondicionalmente y con todas las consecuencias: “Ellos sacaron las barcas a tierra y
dejándolo todo, le siguieron”.
Ahora nos lamentamos de que no hay vocaciones para
sacerdotes, y para la vida consagrada. También tendríamos que echar en falta
matrimonios que sienta su vida de matrimonio como verdadera vocación, que
permanezcan fieles por encima de todas las dificultades, que intenten de verdad
y con el ejemplo educar a sus hijos en la fe; faltan vocaciones de personas que
pongan la honradez por encima del dinero y el amor a Dios y al prójimo por
encima de todas las cosas.
¿Qué nos pasa? Vivimos en la
epidermis de la vida, en la superficialidad. Ofuscados por los adelantos de la
técnica, asentados engañosamente en la razón, en el tocar y palpar. Hemos
perdido la capacidad de asombro, la sensibilidad para lo sagrado, para el
misterio, para lo esencial que es invisible a los ojos, para Dios, en quien
vivimos, nos movemos y existimos.
Y la consecuencia es que
vivimos entre dos aguas, tratando de contentar a Dios y al diablo, a las
prácticas religiosas con la comodidad,
al dar limosnas con la falta de compromiso serio con el prójimo.
Y me diréis: “Es que Pedro y
los discípulos vieron el milagro y la
red que casi reventaba llena de peces”.
Es cierto: los discípulos
vieron milagros y vieron a Jesucristo que nos amó hasta el extremo y dio la
vida por nosotros. Y más aún, lo vieron resucitado y exaltado por su Padre Dios
hasta lo más alto del cielo.
Así ellos descubrieron que
Dios es amor y misericordia, y que la mayor muestra del amor y la misericordia
de Dios es Jesús, el Señor.
Lo vieron y creyeron y nos lo
contaron.
Y así lo creyeron los mártires
del imperio romano, y los santos y santas inscritos en la historia de la
Iglesia. Así lo creen los mártires de Irak, víctimas del mal llamado Estado
Islámico, y así lo creen los misioneros y misioneras que arriesgan la salud en
territorios no desarrollados, y las monjas y los monjes que envejecen
perseverantes en sus monasterios, y los
jóvenes, ellos y ellas, que en minorías siguen llamando a las puertas de la
clausura atraídos y fascinados por Jesucristo el Señor.
¿Decimos que no vemos
milagros? Deberíamos reconocer que no sabemos mirar, que estamos casi ciegos;
ofuscados por la sociedad del bienestar, la fiebre del consumismo, los ídolos
del dinero y el egocentrismo. Dios sigue haciendo milagros delante de nuestros
ojos.
La eucaristía es el mayor
milagro permanente entre nosotros. Esta mañana, cuando oigamos decir al
sacerdote: “Este es el Cordero de Dios”, todos deberíamos como Pedro rendirnos
ante el Señor y entregarnos a él diciendo: “Creo, Señor, soy un pecador”