Textos:
Dt 30,
10-14
Col 1,
15-20
Lc 10,
25-37
“El
mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca.
Cúmplelo”.
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
En pleno
verano, muchos disfrutando de las vacaciones en la playa, en la
montaña o en viajes culturales, otros, como en Pamplona,
divirtiéndose en las fiestas. Algunos quizás se toman también
vacaciones de las prácticas religiosas y hasta de los mandamientos
de Dios. Para descansar del todo, dicen, hay que olvidarse de todo,
también de los deberes para con Dios.
No es
esta manera de pensar la que nos muestra la Palabra de Dios en la
primera lectura: “El
precepto que te mando hoy, no es cosa que te exceda, ni inalcanzable…
El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca.
Cúmplelo”.
El
mandamiento de Dios, hermanos, es lo que más desea nuestro corazón.
Dios nos pone como norma lo que de verdad nos conviene; aquello que,
si nosotros los hombres tuviéramos luz suficiente en la conciencia,
y fuerza en nuestra libertad, vendríamos a reconocer como lo mejor
para nosotros. “Tu
Palabra, Señor, es luz en mi sendero…”; “Tu Palabra me da
vida”, canta el
salmista.
¿Cuál
es este mandamiento? Lo conocemos muy bien: “Amarás
el Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con
todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”.
La vida es
tarea de amor. Dios es amor, somos imagen y semejanza de Dios, y
nuestra vocación es el amor; cuando nos ejercitamos en amar nuestro
corazón descansa, se siente bien, y sentimos paz. La actividad más
relajante de las vacaciones y de las fiestas es ejercitarnos en
obras de amor verdadero.
¿Cómo
amar?, y ¿a quién amar?
La
parábola del Buen Samaritano es ejemplar y riquísima en enseñanzas.
Os invito a poner la atención en dos gestos que apreciamos en la
conducta de este buen hombre de Samaría. Va de camino, y sin duda
con unos planes y unas cosas a hacer una vez que llega a Jericó.
Pero, pero él se detiene, deja y olvida por el momento su plan, y se
ocupa enteramente del hombre mal herido. Antepone la necesidad
evidente de ese desconocido, a su propio proyecto.
En segundo
lugar, este samaritano no presta esos auxilios necesarios a medias y
de mala gana; todo lo contrario: obedece a la voz de su propio
corazón: lo cura, lo ampara, lo lleva a la posada, paga los gastos y
promete pagar más, si es que el herido necesitara mayores cuidados.
Hace lo que le pide el corazón y obra con corazón.
Las personas,
los seres humanos, somos criaturas de Dios, imagen de Dios, hijos de
Dios. El prójimo nunca es un extraño, es mi semejante, es mi
hermano, tiene la misma dignidad y derechos que yo. Eso es lo que
dice el corazón, cuando le dejo hablar, y lo escucho limpiamente y
sin prejuicios.
Y eso es lo
que manda Dios: que ame al prójimo como a mí mismo. Dios me pide lo
que de verdad me conviene a mí y a mis prójimos. Dios me propone
aquella ley que está escrita en mi corazón, pero que por mis
limitaciones y pecados, no alcanzo a ver con claridad. De manera que
cuando obedezco a Dios, hago de verdad lo que pide mi corazón.