domingo, 30 de octubre de 2016

DOMINGO XXXI, T.O. (C)


Textos:

       -Sab 11, 22-12, 2
       -Tes 1, 11-2, 2
       -Lc 19, 1-10

Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Hoy podremos ver con más claridad una de las varias enseñanzas de este evangelio, si encuadramos el relato en el marco de la pregunta sobre la salvación: ¿Quiénes se salvan? ¿Se pueden salvar los ricos? ¿El dinero es malo?

Digamos, para empezar, que el dinero, según la mente y las enseñanzas de Jesús, no es malo, aunque sí es peligroso, debido a las tendencias de nuestro frágil corazón.

El dinero es un instrumento inventado por el hombre. Pero, en el fondo, fondo, podemos decir también, el dinero ha sido creado por Dios y es querido por Dios. Recordemos una frase de la preciosa primera lectura que hemos escuchado: “(Dios, tú) amas a todos los seres y no odias nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado”.

El dinero es una cosa; no es un dios, sino una criatura de Dios, inventada por el hombre, para facilitar el intercambio de bienes, y las relaciones humanas. Es un instrumento en las manos de los hombres y, como tal, hay que saberlo usar.

Venimos, así, a la otra pregunta: ¿Se pueden salvar los ricos? Y aquí viene el relato de Zaqueo en el evangelio:

Jesús, en otros pasajes llega a decir que no se puede servir a dos señores, que no se puede servir a Dios y al dinero (Mt 16, 13). También, después de la respuesta al joven rico llega a decir: “Qué difícil le será entrar en el Reino de Dios a los que tienen riquezas” (MC 10, 23). Pasamos por alto fácilmente estas palabras de Jesús, pero merecen ser tenidas muy en cuenta. El dinero y las riquezas, en general, son buenas, pero son peligrosas. Entonces, ¿qué podemos hacer?

Miremos a Zaqueo, cuyo nombre, en hebreo, significa “limpio”. Zaqueo se pone de pie en la mesa, es que quiere decir algo importante: “Mira, la mitad de mis bienes, Señor, doy a los pobres; y si de alguno me he aprovechado, le restituiré cuatro veces más”.

Zaqueo está arrepentido, se convierte. Jesús le ha buscado y Zaqueo se ha encontrado con Jesús. Se convierte de verdad. El dinero que da y devuelve es signo y medida de la verdad de su conversión. Da y devuelve mucho más de lo que le exige la Ley del Levítico. Pero fijémonos bien: No es sólo que Zaqueo sea generoso en dar y devolver el dinero. La verdad y radicalidad de su conversión consiste en que el dinero para él deja de ser su dios y señor. A partir de este momento, su Dios y Señor es Jesucristo. Él se despega, ya no ama ni adora al dinero por encima de todo. A partir de ahora ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. Ya no es esclavo del dinero; Jesús es su Señor, su único Señor. Cristo libera la libertad. A partir de ahora, Zaqueo sigue a Jesús, y el dinero, para él, pasa a ser lo que debe ser, un instrumento al servicio de la justicia y de la caridad, para satisfacer la necesidades verdaderas, suyas y de sus prójimos, especialmente, para compartir con los prójimos más desfavorecidos.


Hoy, hermanos, se pronuncia esta palabra sobre nosotros. Hoy, además, Jesús se presenta como anfitrión para nosotros y nos invita a participar de su banquete, la eucaristía. ¡Ojalá nos convirtamos de verdad!

domingo, 16 de octubre de 2016

DOMINGO XXIX, T.O. (C)



Textos:

       -Ex 17, 8-13
       -2Tim 3, 14-4, 2
       -Lc 18, 1-8

Para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

La primitiva comunidad cristiana esperaba que el Señor que había resucitado y ascendido a los cielos, vendría pronto, a lo sumo en unos pocos años; y deseaba ardientemente que viniera, porque la segunda venida del Señor significaba dejar establecido el Reinado de Dios, la perfección de todo lo creado, la justicia y la paz, el cielo nuevo y la tierra nueva. Pero, los acontecimientos sucedía de manera muy distinta y desconcertante: el Señor tardaba, y lejos de llegar la paz, la persecución y las contradicciones iban en aumento. Y surgían las dudas y el cansancio. Invocaban a Dios y parecía que no les escuchaba.

No sé, si nosotros, los que hemos acogido la invitación de Dios a acudir a esta eucaristía del domingo, deseamos la segunda venida del Señor. Quizás pensamos poco en ello; y, si pensamos, lo asociamos al fin del mundo, y esto nos da miedo.

Pero esta manera de pensar no es muy exacta: Porque todos deseamos un mundo mejor; que los países pobres tengan oportunidades para desarrollarse y no dar lugar a una emigración masiva y desgarradora; que los hijos y nietos acojan con gozo la fe que queremos transmitirles y vivan convencidos de que Dios es absolutamente necesario para el respeto de la dignidad de las personas y la convivencia pacífica entre las naciones…En definitiva, pensamos que si todo el mundo observase los mandamientos de la ley de Dios y practicase el evangelio de Jesús, este mundo funcionaría muchos mejor. Pues bien estos pensamientos y estos sueños son en el fondo semillas del reinado de Dios que ya está llegando, y deseos de que el Señor resucitado aparezca de nuevo como Señor y Juez y establezca definitivamente el Reino de Dios, Reino de paz y de justicia, Reino de amor y de gracia.

Pero este sueño, que acariciamos todos, esta esperanza que nos despierta la Palabra de Dios y la persona de Jesús. Incluso tenemos la impresión a veces de que cada vez están más lejos; que la injusticia, los crímenes, las violaciones de derechos y explotación de los débiles y de los pobres, aumentan… Y nos cansamos de pedir e invocar a Dios, nos desalentamos y hasta nos asaltan las dudas de fe...

Por eso, hoy Jesús, nuestro Señor, vivo y resucitado, como la primera vez a los primeros discípulos, nos explica cómo tenemos que orar siempre y sin desanimarnos.

Y nos da dos motivos, para que seamos constantes y oremos con convencimiento: El primer motivo es que Dios cuida de nosotros y de todo el mundo. Dios está con nosotros y no es un Juez inicuo y desaprensivo, es un Dios justo, imparcial y providente; cuida de los pajarillos, mucho más cuida de nosotros, a quienes nos ama.

El segundo motivo es que Jesucristo, ciertamente va a volver; el Reinado de Dios, que ya se está gestando en medio de esta historia tan conflictiva, este Reinado de Dios llegará con Jesús, que aparecerá, Señor y Juez de la historia, triunfante sobre la muerte, sobre el pecado y todas las fuerzas del mal. Dios es fiel, el Señor vendrá y nos salvara.


Tenemos que ser firmes en la oración, sí, y también en la fe. Por eso, es punzante y muy significativo el final de este evangelio de hoy: Pero, cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe en esta tierra? 

domingo, 9 de octubre de 2016

DOMINGO XXVIII, T.O. (C)

Textos:

       -2Re 5,14-17
       -2Tim 2,8-13
       -Lc 17,11-19

Yendo Jesús, camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Queremos ser de Jesús, pero, además, queremos ser como Jesús. ¿Cómo es Jesús? ¿Qué hace Jesús? ¿Cómo se manifiesta Jesús?

En el evangelio de hoy encontramos a Jesús en la periferia, en la frontera; entre Galilea y Samaría. Los israelitas de Judea y Galilea consideraban a los samaritanos como gente mal vista, eran como paganos. Jesús está ahí, en la periferia de los creyentes y en contacto con los paganos.

Otro dato a tener en cuenta: Jesús entabla conversación con diez leprosos. Los leprosos tenían obligación de estar lejos de las personas sanas. A su vez las personas sanas tenían prohibido acercarse a los leprosos. Eran leyes sanitarias para evitar el contagio. Jesús no tiene reparo en establecer conversación con estos diez leprosos; traspasa los límites, va más allá de lo puramente legal, habla con ellos y los cura.

Y hay más, todavía: entre los diez leprosos hay nueve, que forman parte del pueblo de Dios, y hay uno que no, que es samaritano y está considerado como pagano. Jesús, de nuevo, traspasando límites y en la frontera, cura a los diez, a los israelitas y a los paganos.
Más allá de la religión y de la raza, para él son personas, están enfermos, son necesitados, y los cura. Así es Jesucristo.

Él cura a los que están físicamente enfermos, para que todos quedemos curados de prejuicios, de diferencias y de límites que nos ponemos los humanos, pero que no humanizan, y que no son conformes a la voluntad de Dios.

Jesucristo en este milagro nos muestra su corazón compasivo y perspectiva universalista. Para él lo que importa, sobre todo, es la persona; somos criaturas de Dios, somos hijos de Dios. Todos merecemos respeto, cuidado y salvación.

El Reinado de Dios, que él ha venido a implantar, es para todos. Él va a las periferias, se sitúa en la frontera, para traspasar las fronteras y mostrarnos un amor universal.

Jesucristo, en este evangelio, nos revela el rasgo más característico de Dios. Dios es misericordioso, Dios es misericordia. La primera manifestación de Dios en su relación con el mundo y con los hombres es el amor; y cuando los hombres nos revelamos contra él y pecamos, él se deja llevar del corazón y nos trata con misericordia, para llamarnos a conversión.

Nosotros nos confesamos cristianos, queremos ser de Jesús y ser como Jesús. Por eso, nosotros tenemos que superar prejuicios, ir a las periferias, a los que no frecuentan la iglesia y las prácticas religiosas, a los que tienen ideas sobre la moral contrarias a las nuestras, a los que practican otra religión, a los que nos miran mal y con reservas.

Como cristianos hemos de pedir la gracia y el carisma y el valor de estar ahí, cerca de ellos. Para dar testimonio de Jesús, de sus gestos y de sus enseñanzas y mostrarles el verdadero rostro de Dios. “Sed misericordiosos, nos dice Jesús, como vuestro Padre celestial es misericordioso”.


También vosotras, queridas hermanas benedictinas, sois invitadas a estar en la periferia, a superar los límites y prejuicios que separan y deshumanizan. Vosotras habéis sido llamadas con vocación especial a buscar sobre todo el rostro de Dios y contemplar al Dios Padre de la misericordia. Vosotras, por eso mismo, habéis de mostrar la misericordia de Dios en vuestra comunidad, y con todos, poniendo en práctica la consigna de san Benito: “Recibir al hermano y al huésped como a Cristo”.

domingo, 2 de octubre de 2016

DOMINGO XXVII, T.O. (C)


Textos:

       -Hab 1, 2-3; 2, 2-4
       -Tim 1, 6-8. 13-14
       -Lc 17, 5-10

Auméntanos la fe”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Señor, auméntanos la fe”

Muchos de nosotros, por no decir todos, en algún momento de nuestra vida y en diversas circunstancias hemos alzado nuestra voz y hemos invocado al Señor con este mismo grito de los discípulos contemporáneos de Jesús: “Auméntanos la fe”.

Cuando no sentimos a Dios en la oración, cuando pedimos al Señor que cure a la persona que amamos, cuando nos parece que Dios se calla ante el dolor y la desgracia de tanta gente indefensa, cuando vemos que nuestro hijos y nuestro nietos rechazan la fe que nosotros queremos transmitir, cuando vemos que cada vez somos menos los que continuamos con prácticas religiosas, y son más los que las abandona o prescinden de ellas…

En estas y otras diferentes circunstancias querríamos tener fe como para mover montañas y dar lugar a que Dios haga el milagro, pero sentimos que nos falta… entonces nos sale del alma “¡Señor, auméntanos la fe!”.

Cuando los discípulos hacen esta oración no piden cualquier fe, piden la fe en Dios Padre de Jesucristo, piden fe en el mismo Jesús que está con ellos; piden la fe fuerte que alcanza lo que parece imposible, la fe que Jesús dice que mueve montañas.

La fe en Dios es un don de Dios, pero esta fe es también decisión de nuestra libertad. Por eso, lo primero que tenemos que hacer es pedir, pedir la gracia de creer. Pero, también, tenemos la responsabilidad de cuidar la fe, de acrecentarla y de ponerla en práctica.
Es muy importante que individualmente, cada uno, tengamos una fe personal firme, convencida y bien interiorizada. Pero nuestras convicciones personales necesitan también del apoyo del ambiente, del grupo, de personas que piensan, siente y viven como nosotros.

Hoy en día, podemos hablar, por decirlo de alguna manera, de un “macro-clima” poco favorable a la fe, incluso, hostil. Muchos quedan afectados por este clima desapacible. “Antes, la mayoría era creyente y practicante y yo también creía y practicaba, ahora la mayoría no es ni creyente ni practicante, y yo, tampoco y lo dejo.

Es lo necesario vivir una fe personal y convencida, pero además es necesario también contar con un ambiente donde podamos respirar y oxigenarnos en la fe que tenemos. Si ha desaparecido el “macro-clima” favorable a la fe cristiana y católica, tenemos que procurar por todos los medios de cultivar un “micro-clima” donde podamos respirar y oxigenarnos en cristiano, para, después, salir a la calle y dar testimonio vigoroso y alegre de nuestra fe.

¿Cuál puede ser este microclima? En primer lugar, la familia, es el básico; ahí se desarrolla el sentido religioso de la vida y se aprende a hablar a Dios. Después indudablemente, la parroquia, la comunidad eclesial con todo lo que en ella se ofrece. En la parroquia encontramos la palabra de Dios, la eucaristía, el sacramento del perdón y todos los sacramentos; personas que sienten y piensan como nosotros…


Así, alimentados y fortalecidos en este ambiente de fe, podemos salir a la calle y llevar adelante el compromiso que todos tenemos como cristianos de evangelizar y dar un testimonio alegre, creíble y atractivo de la fe que profesamos.