-Textos:
-Sam
5, 1-3
-Col
1, 12-20
-Lc
23, 35-43
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Último
domingo del año litúrgico, celebramos hoy la fiesta de Jesucristo
Rey del universo.
Jesucristo
es Rey, pero no al modo y la manera de los reyes de la tierra.
Jesucristo reina desde la cruz. Su trono es la cruz. Este hecho debe
hacernos pensar. ¿Cómo podemos creer y venerar como rey a un
crucificado, a un condenado a muerte?
“Los
judíos piden señales, dice
san Pablo, los
paganos buscan sabiduría, y nosotros predicamos a Cristo y Cristo
crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles;
pero para los llamados –judíos o gentiles- un Cristo fuerza de
Dios y Sabiduría de Dios”.
Dios,
queridos hermanos, ha apostado por el amor, Dios cree en el amor,
cree en su amor. Él respeta absolutamente nuestra libertad. Pero Él
cree en su amor, en la potencia infinita de su amor; y confía que su
amor es capaz de ganar el corazón de todos los hombres y atraerlos
libremente al bien y a la verdad.
Jesucristo,
ha dicho el papa Francisco, es el rostro de la misericordia de Dios,
Jesucristo es la máxima demostración del amor de Dios a los
hombres. “Tanto
amó Dios al mundo que envío a su propio Hijo, para que todo el que
cree en él tenga vida eterna”,
dice el evangelio de san Juan. San Pablo lo dice de otra manera: “A
penas habrá quien muera por un justo, por una persona buena tal vez
se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor
en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por
nosotros”.
La
manera más clara y convincente, que tenemos los humanos, de entender
que alguien nos ama de verdad es, si este alguien da la vida por
nosotros.
Y Dios,
el Hijo de Dios, Jesucristo, ha dado la vida por nosotros. Cristo
crucificado es la máxima revelación del amor de Dios a los hombres.
Jesucristo
en la cruz, dando la vida por todos, deja patente el amor infinito
de Dios para atraernos a todos hacia sí.
Es
sumamente elocuente la escena del evangelio que hemos contemplado:
Pongamos los ojos primero en el buen ladrón. No podemos aprobar su
conducta pasada; ciertamente ha sido ladrón; pero ahora, da
muestras, en primer lugar, de sinceridad y humildad: “Lo
nuestro es justo porque recibimos la paga de lo que hicimos”.
Y sin duda, esta humildad le ayuda a descubrir la verdad sobre Jesús:
da testimonio de que Jesús es inocente, y además lo reconoce como
Rey: “Acuérdate
de mí, cuando llegues a tu Reino”.
Antes
de terminar, pongamos los ojos y el corazón en Jesús: Él ya había
hablado unos momentos antes con palabras de amor y de misericordia:
“Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Ahora,
ante la súplica del buen ladrón, le falta tiempo para escucharle,
acogerle y atender su demanda: “Hoy
estará conmigo en el paraíso”.
Jesucristo,
como su Padre, también cree en el amor, y gana el corazón y
convence a cuantos pobres y pecadores se acercan a él.
Hoy
nosotros también le suplicamos: “Jesús,
acuérdate de nosotros en tu Reino”.
Y él inmediatamente nos invita: “Venid conmigo a la eucaristía”.