-Textos:
-Hch 10,
34. 37-43
-Sal 117,
1-2.16-17.22-23
-Co 3,
1-4
-Jn 20,
1-9
“Entonces
entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro: vio y creyó”.
¡Enhorabuena!,
queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos,
¡Enhorabuena! Jesucristo ha resucitado. Jesucristo ha vencido a los
dos enemigos más grandes que amenazan al hombre y a todo el mundo
creado: la muerte y el pecado.
¿Cómo hacer
para que esta buena noticia alegre de verdad nuestra vida y la
transforme?
Pedro, Juan,
los primeros testigos de la resurrección son los fundamentos de
nuestra fe. Pero, además de fundamentos, son también modelos para
nuestra fe.
El
evangelio que hemos escuchado tiene muchos matices y muchas
enseñanzas, pero os invito a poner la atención en aquel discípulo
del que se dice que “vio y creyó”.
Fijémonos bien, nos aconseja san Agustín, “vio y creyó”. Vio
un sudario, unas vendas en el suelo y el sudario bien doblado aparte,
y “creyó”. No es lo mismo ver que creer. El discípulo amado ve
vendas y sudario, ve el sepulcro vacío. Pero cree en algo que no se
ve, cree en un hecho que trasciende los sentidos: que Jesús ha
resucitado.
Juan, el
discípulo amado puede guiarnos para que también nosotros vayamos
más allá del ver, tocar y palpar, más allá de la epidermis de las
cosas y de los acontecimientos, para que lleguemos a creer.
En estos
tiempos estamos obnubilados por la ciencia y la técnica, es preciso
saber creer, curtirnos en la virtud fundamental y fundante de la fe.
El discípulo
amado de Jesús “vio y creyó”. ¿Qué podemos aprender de este
discípulo?
Este
discípulo era Juan, hermano de Santiago el Mayor, que, en la Última
Cena, con toda confianza se recostó en el pecho de Jesús y le pidió
confidencialmente que le revelara quién era el traidor. Jesús amaba
a Juan y Juan amaba profundamente a Jesús. Juan estuvo cerca, muy
cerca de Jesús, en el momento dramático de la crucifixión, al pie
de la cruz junto con la virgen María. Y Juan corre muy deprisa al
sepulcro, cuando le advierten que pasa algo extraño y sorprendente.
Juan,
en el sepulcro, “vio” primero el sepulcro vacío y vio también
unas vendas y un sudario bien doblado: Todo esto era sorprendente: El
sepulcro y las ropas eran lo que eran, pero tenían algo más, eran
unas señales que daban qué pensar.
Y esto ocurre
siempre y con todo: Los hechos de la vida son más que cosas que
ocurren o cosas que se ven y se palpan, son signos, nos remiten a
Dios. Dios habla siempre. Nuestra historia, lo que vivimos, lo que
nos sucede, lo que vemos dice más de lo que parece, nos habla de
Dios; Dios nos habla en la historia y a través de la historia y de
nuestra historia.
Pero hay que
saber escucharle. Y lo que nos enseña Juan, el discípulo amado, es
que la mejor disposición para escuchar a Dios y descubrir la
presencia de Cristo vivo y resucitado es amar, amar de verdad, y en
verdad, es decir, amar como Jesucristo nos ama.
Así, el amor
predispone a la fe y la fe alimenta el amor. Amando con amor
verdadero, estamos en las mejores disposiciones para creer en Dios y
en Jesucristo resucitado; para descubrir el mundo, la vida, nuestra
propia historia como señales que nos remiten a Dios, señales que
nos llevan a descubrir a Cristo resucitado presente y actuante en el
mundo por medio de su Espíritu.