-Textos:
-Ro 6,
3-11
-Sal 117,
1-2.16-17.22-23
-Mt 28,
1-10
“No
está aquí: ¡Ha resucitado!”
“Ha
resucitado”. Estas palabras resuenan hoy, en esta noche, para
nosotros y hacen presente el mismo acontecimiento insospechado,
increíble, pero trascendental, salvador y sembrador de esperanza,
que ocurrió hace más de dos mil años, y del que fueron testigos
privilegiados María Magdalena y la otra María.
¡Jesucristo
ha resucitado! ¡Jesucristo vive!
Jesucristo,
vencedor de la muerte y del pecado, es verdaderamente luz del mundo,
sal y fermento incorruptibles para la humanidad y para el universo
entero. Jesucristo, glorioso en el cielo y presente en la tierra
por su Espíritu ha vencido a los dos mayores enemigos del hombre:
la muerte y el pecado.
A partir de
su victoria, podemos decir con el poeta: “Morir solo es morir;
morir se acaba”. La muerte no es un suceso fatal y definitivo.
A partir de
su resurrección y su victoria, el pecado ha perdido su aguijón; en
su raíz está vencido. Quien cree en Jesucristo, quién por la fe
deja que la fuerza del Espíritu Santo y la vida misma de Dios
transformen su corazón, su mente, su voluntad sus sentimientos,
puede dominar sus pasiones, cumplir la voluntad de Dios y vivir
consagrado al servicio del amor al prójimo, de la justicia, la
libertad y la paz.
El anuncio de
esta noche abre en el mundo una luz de esperanza. Si la muerte y el
pecado no tienen la última palabra, merece la pena vivir, merece la
pena luchar. El amor, el amor como el de Cristo, tiene la última
palabra. Vivir como Jesús, trabajar por el Reinado de Dios, poner en
práctica el evangelio lo bendice Dios, dejan paz y felicidad en el
corazón y construyen un mundo mejor y más humano.
Nosotros,
esta noche, tenemos que dejarnos empapar por la gracia que, como
rocío de primavera, rezuma en la liturgia que estamos celebrando.
Esta gracia quiere provocar en nosotros la misma alegría, la misma
experiencia de conversión y de adhesión a Jesucristo que tuvieron
los primeros testigos, que nos transmitieron atónitos y
deslumbrados la gran noticia: “No
está aquí, no está en el sepulcro; ha resucitado”.
Un momento
privilegiado para recibir esta gracia puede ser la renovación de las
promesas bautismales. Esta noche santa, clara como el día, está
grávida tanto de la gracia de la fe en el resucitado como de la
gracia de redescubrir y revitalizar la naturaleza propia de nuestro
bautismo.
Permitidme
que repita, casi sin comentarios algunas de las frases que hemos
escuchados en la epístola de san Pablo. Ellas sí que son también
sal de la buena y fermento incorruptible, capaces de transformar
nuestras vidas y la vida entera del mundo: “Los
que por el bautismo nos incorporamos a Cristo fuimos incorporados a
su muerte… “Por
el bautismo ha quedado destruida nuestra personalidad de pecadores y
hemos quedado libres de la esclavitud del pecado”; “Por
lo tanto, si hemos muerto con Cristo (los bautizados), creemos que
también viviremos con Él, por tanto, consideraos muertos al pecado
y vivos para Dios”.
¡Ah,
hermanos, si conociéramos bien quiénes somos, cuál es la riqueza,
la grandeza y la responsabilidad que entraña nuestro bautismo…!
Seríamos mucho más felices, y seríamos, de verdad, los más
poderosos agentes de un mundo nuevo y mejor.