-Textos:
-Hch 6,
1-7
-Sal 32,
1-5.18-19
-1 Pe 2,
4-9
-Jn 14,
1-12
“Vosotros sois una
raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo
adquirido por Dios”.
Queridas hermanas
benedictinas y queridos hermanos todos:
Hermosa mañana primaveral
de este mes de Mayo, pero para nosotros, domingo del tiempo pascual,
cargado de buenas noticias:
La primera viene en la
segunda lectura que se nos ha proclamado: “Vosotros
sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un
pueblo adquirido por Dios”.
Tenemos que
dar muchas gracias a Dios por haber recibido el bautismo, por ser
cristianos. A la dignidad de ser imagen y semejanza de Dios por ser
criaturas suyas, se añade la dignidad de ser hijos adoptivos de
Dios por Jesucristo, que nos constituye en sacerdocio real, nación
consagrada, pueblo adquirido por Dios. No son privilegios que nos
hacen superiores a los demás hombres, sino dones gratuitos que nos
comprometen a servir a los demás y a comunicarles los mismos dones
que a nosotros se nos han concedido; dones que nos permiten afrontar
la vida con una esperanza nueva, y a comunicar el evangelio a los
pobres, a los que sufren, a los que a sabiendas o sin saberlo buscan
a Dios.
La otra buena noticia de
este domingo la recibimos de labios del propio Jesús: “Yo
soy el camino y la verdad y la vida”. Ser
cristiano es creer que “Jesús es el camino y la verdad y la vida”.
Pero creerlo de una manera efectiva y práctica: Que Jesucristo
cuente como criterio principal a la hora de tomar una decisión, de
elegir una carrera, de dar una respuesta o un consejo a la pregunta
de mis hijos, de recibir o no a una persona, de administrar el
dinero, de asumir una enfermedad… En una palabra: que la vida de
Jesús y sus enseñanzas sean norma primera y norte que rige y
orienta mi vida.
Solo si Jesucristo viene a
ser efectivamente “camino y verdad y vida” en nuestra vida,
nosotros adquirimos temple para desplegar con entusiasmo y de manera
convincente nuestra vocación de cristianos. Esa vocación que tan
bella y magistralmente nos ha descrito san Pedro en la segunda
lectura: “Vosotros sois una raza elegida,
un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por
Dios”.
Mirad cómo entendía su
vocación y su misión la naciente comunidad cristiana de Jerusalén.
Lo hemos escuchado en la primera lectura: En esta comunidad se
reunían para celebrar la eucaristía, los apóstoles predicaban la
Palabra de Dios, invitaban a la oración, y toda la comunidad
procuraba que las viudas, hemos de entender las personas
necesitadas, estuvieran bien atendidas.
Eucaristía, palabra de
Dios, oración y atención a los necesitados, este es el proyecto de
vida para los que hemos venido a ser, por el bautismo,
“piedras vivas, sacerdocio real, nación consagrada, pueblo elegido
para proclamar las hazañas del Señor”.
¡Qué excelente y
preciosa es nuestra vocación de cristianos! Y al mismo tiempo, que
gran responsabilidad implica! Sólo si sentimos a fondo aquel deseo
de Dios que con toda
sinceridad manifestó Felipe a Jesús: “Señor,
muéstranos al Padre y nos basta”, podremos
también comprender en toda su hondura la grandeza de nuestra
vocación.
Ese deseo grande y
precioso es el que alienta vuestras vidas, queridas hermanas
benedictinas, el que percibimos de vosotras y el que nos contagiáis,
cuando estamos con vosotras. Se trata de un deseo que
todos tenemos, pero no todos atendemos.