domingo, 25 de junio de 2017

DOMINGO XII T.O. (A)

-Textos:

       -Jer 20, 10-13
       -Sal 68, 8-10.14.17.33-35
       -Ro 5, 12-15
       -Mt 10, 26-33

No tengáis miedo”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

No tengáis miedo”. Tres veces repite esta consigna el Señor en el evangelio que hemos escuchado hoy. El evangelio está aludiendo evidentemente a un ambiente social hostil y amenazante de los doctores, escribas y fariseos contemporáneos de Jesús, y al ambiente, más hostil todavía, del tiempo de las primeras comunidades cristianas que se desenvolvían entre los judíos que se reunían en las sinagogas, y entre los paganos adoradores de los dioses y de las costumbres licenciosas del imperio romano.

Esta consigna de Jesús tiene para nosotros una enorme actualidad. Esta semana los periódicos nos han traído la noticia de que en la Universidad Autónoma de Madrid alguien ha pretendido dar fuego a un capilla católica. Es un hecho lamentable y creemos que aislado. Lo normal es movernos en medio de una sociedad que respeta la libertad religiosa. Pero nos dejamos llevar de un ambiente poderosos y difuso, que impone calladamente unos modos de pensar y unos comportamientos que contradicen la fe, los criterios y los comportamientos que emanan del evangelio y de las enseñanzas del papa, de los obispos, y de la Iglesia en general.

En las conversaciones de amigos, por ejemplo, se impone hablar de “lo políticamente correcto”, para no desentonar. Parece que hemos asumido la consigna de reducir nuestras convicciones religiosas al ámbito íntimo de nuestra conciencia o, a los sumo, al ámbito de nuestra familia. Pero hacia afuera, en la calle, en los negocios, en los modos de comprar y vender y gastar y en los modos de opinar, hacemos, y parece que se puede hacer, “lo que hace todo el mundo”. La misa de los domingos, las separaciones matrimoniales, los abortos, el pagar una factura sin IVA, los horarios y los modos de divertirse de los jóvenes, ya no nos llaman la atención como cuando se empezaron a implantar estas costumbres. “Lo hace todo el mundo”… “no será para tanto”.

Y estos silencios cómplices de nuestros ambientes los estamos practicando, cuando al mismo tiempo sabemos, porque nos llegan las noticias, de otro países, donde hermanos nuestros, cristianos como nosotros, mueren mártires o soportan el destierro, porque profesan públicamente su fe cristiana, la misma fe que nosotros decimos tener.

No tengáis miedo a los hombres…”. “No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma”.

Jesús, en el evangelio de hoy, no se para en denunciar las conductas cobardes o los pecados de omisión. Jesucristo con sus palabras pretende levantar los ánimos de sus discípulos, con dos razonamientos principalmente: El primero, tened confianza en la fuerza enorme del evangelio y de la fe que tenéis que confesar y proponer, porque de una manera u otra el evangelio se hará camino y saldrá a flote: “Nada hay cubierto que no llegue a descubrirse; nada hay escondido que no llegue a saberse”. Y en segundo lugar, porque nuestro Padre Dios, el Señor del cielo y de la tierra, está con vosotros, está con los que tenéis el deber de dar testimonio de vuestra fe y de anunciar el evangelio: ¿No se venden un par de gorriones por dos cuartos? Y, sin embargo, ni uno solo cae al suelo sin que lo disponga vuestro Padre. Pues vosotros hasta los cabellos de vuestras cabezas tenéis contados. Por eso, no tengáis miedo, no ha comparación entre vosotros y los gorriones”.


Una de vosotras, hermanas, nos ha cantado en el salmo responsorial un canto sumamente alentador que nos ánima y alienta para vivir en nuestro mundo: “Dios mío, en el día de tu favor, que me escuche tu gran bondad… Mirad, los humildes, y alegraos, buscad al Señor, mientras se deja encontrar”.

domingo, 18 de junio de 2017

FIESTA DEL CUERPO Y LA SANGRE DEL SEÑOR (A)

-Textos:

       -Dt 8, 2-3. 14b-16ª
       -Sal 147, 12-15.19-20
       -1 Co 10, 16-17
       -Jn 6, 51-58

El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

La fiesta del “Corpus Christi” nos invita, por una parte, a agradecer y a venerar la presencia de Jesús, verdadero hombre e Hijo de Dios, en la eucaristía; pero además, en esta fiesta, celebramos el día de la Caridad.

La eucaristía es presencia real de Jesucristo, bajo las especies del pan y del vino. Las palabras de Jesús, que San Juan recoge en el texto del evangelio que hemos escuchado, no pueden ser más claras: “El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo”.“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”.

La eucaristía no se comprende, la eucaristía se cree; se cree en la eucaristía, cuando se cree en Jesús, cuando se escucha la palabra de Jesús. Desde el principio, cuando Jesús pronunció estas palabras, algunos se escandalizaron, pero otros dijeron: “¿A quién iremos?, sólo tú tienes palabras de vida eterna”.

La eucaristía es misterio de amor. “Dios nos amó y se hizo hombre para librarnos del pecado; Dios nos amó y se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza; Dios nos amó y se humilló hasta la muerte para darnos vida; Dios nos amó y, locura del amor divino, se hizo presencia permanente y alimento en la eucaristía”.

El milagro de la eucaristía, ciertamente, es locura del amor divino, y manifestación, la más interpelante, del amor de Dios; pero también la más convincente y cautivadora. Por eso, porque la eucaristía es amor divino en Cristo hasta el punto de dejarse comer, la eucaristía sólo se cree, se acepta y se asimila fructuosamente desde el corazón, reconociendo el hambre de amor que sentimos, y dejándose seducir por el amor inmenso que resplandece en la humilde apariencia de unas migas de pan y unas gotas de vino, que ya no son tales, sino que son Jesucristo entero en acto de darnos la vida divina, la que ha vencido a la muerte y al pecado. Por eso, ante la eucaristía sólo cabe creer, adorar y dar gracias.

Pero esto, con ser tanto, no es todo: cuando en fe y seducidos por su amor, recibimos el Cuerpo de Cristo, nosotros mismos nos hacemos Cuerpo de Cristo, Cuerpo místico de Cristo, Iglesia santa y en comunión. El sacerdote, en la plegaria eucarística, dice después de la consagración: “Que el Espíritu congregue en la unidad a cuantos participamos del cuerpo y la sangre de Cristo”.

La eucaristía crea comunión y fraternidad; por eso mismo, la eucaristía nos compromete a ser creadores de comunión y unidad en el mundo, y a considerar nuestros los problemas y las angustias de los prójimos. Hemos de agradecer a Cáritas que haya escogido esta fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor para el “Día de la caridad”.

La eucaristía entraña un compromiso en favor de los pobres: Para recibir en la verdad el Cuerpo y sangre de Cristo entregados por nosotros, debemos reconocer a Cristo en los más pobres, sus hermanos”. Nos enseña el Catecismo de la Iglesia católica.

Fiesta del Cuerpo y de la Sangre del Señor: creer, adorar, dar gracias; y caminar por el camino de la vida, codo a codo con todos los hombres, sobre todo con los más pobres y necesitados.


Y, para no cansarnos ni desistir, vengamos a comer “el pan bajado del cielo…: el que come de este pan vivirá para siempre”.

domingo, 11 de junio de 2017

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (A)

-Textos:

       -Ex 34, 4b-6. 8-9
       -Daniel 3, 52-56
       -2 Co 13, 11-13
       -Jn 3, 16-18

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Celebramos en este domingo la fiesta de la Santísima Trinidad, y también la Jornada “Pro Orántibus”, es decir, por vosotras, y por todos los que, por vocación especial del Señor, dedican la vida expresamente a la contemplación.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo”. Con esta invocación, mientras describimos sobre nuestro pecho la señal de la cruz, comenzamos nuestros actos de piedad, y otras muchas actividades importantes. Nuestros padres y educadores en la fe nos han enseñado que en cualquier momento conviene que nos santigüemos e invoquemos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.

Esta invocación es, en primer lugar, una confesión de fe: Creemos en un solo Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Luego en el prefacio de la misa vamos a proclamar: “Es justo darte gracias, Señor Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, que con tu Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios, un solo Señor; no una sola persona, sino tres personas en una sola naturaleza”. Esta es nuestra fe.

En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu santo” es también una súplica de bendición. Pedimos a Dios que nos bendiga y nos proteja en ese momento, en esa actividad que vamos a comenzar.

Es también una ofrenda: Ante una celebración religiosa, ante una actividad que vamos a emprender, ante una situación en que nos encontramos, decir “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” es decir “Te ofrecemos, te entregamos este momento de nuestra vida. Más aún, nos entregamos a ti, en esto que hacemos.

Todo esto y mucho más, que podemos poner cada uno, es lo que queremos decir cuando nos santiguamos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

Esta es la fe que anima nuestra vida cristiana, y es la fe que anima, sobre todo, a aquellos hermanos y hermanas nuestros contemplativos, a quien el Señor ha llamado con llamada especial a vivir desde Dios y para Dios; y desde Dios y para Dios, orar, interceder y dar gracias por todos los hombres.

El lema de este año para la jornada de la vida contemplativa dice: “Contemplar el mundo con la mirada de Dios”. Las comunidades contemplativas, queridos hermanos, no están indiferentes, ni mucho menos, a la Iglesia y al mundo donde vivimos. Es sorprendente cómo, desde la regularidad del horario de cada día, están al tanto de los proyectos y de los problemas, que palpitan en la sociedad y en la Iglesia. Pero ellos procuran mirarlos desde la Palabra de Dios, desde Dios, para luego elevar una súplica en orden a que todos los acontecimientos sean gracia salvadora para los hombres.

De esta manera nos enseñan a todos y nos invitan, a mirar el mundo, las cosas, los acontecimientos y, sobre todo, a las personas desde la mirada de Dios. Nos invitan a todos a que nos preguntemos: “Y Dios, ¿cómo verá esto, cómo lo juzgará”? ¿Qué haría Jesús en este momento?, Y yo ¿qué debo hacer?


Los monasterios, las comunidades contemplativas no están ajenas a nosotros, y nos hacen un gran favor con su vida; nosotros tampoco podemos dejarlas en el olvido, son nuestros hermanos, nuestras hermanas, y debemos corresponder con nuestra apoyo, y nuestra oración.

domingo, 4 de junio de 2017

DOMINGO DE PENTECOSTÉS (A)

-Textos:

       -Hch 2, 1-11
       -Sal 103, 1-2.24.34
       -1 Co 12, 3b-7. 12-13
       -Jn 20, 19-23

Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo… Recibid el espíritu Santo”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

El domingo de Pentecostés, que hoy celebramos, es el broche de oro del tiempo pascual. Hemos celebrado la muerte y resurrección de Jesús, hoy recogemos los frutos de ese misterio. En Pentecostés Jesús envía el Espíritu Santo y nace la Iglesia.

Según el evangelista Juan, tres dones ofrece Jesús a sus discípulos en la tarde misma de la resurrección: la paz de Dios, el perdón de los pecados y el Espíritu Santo.

El Espíritu Santo, que es el amor del Padre y del Hijo, la tercera persona de la Santísima Trinidad, el don de los dones; Él es Señor y dador de vida, pero no de cualquier vida, sino de la vida de Dios, la vida eterna.

El día de Pentecostés los discípulos estaban reunidos en el cenáculo, estaban encerrados y temerosos. Pero recibieron el Espíritu Santo. Y ya nos cuenta san Lucas lo que sucedió: abren puertas y ventanas, salen a la calle, proclaman a Jesucristo como vencedor de la muerte y del pecado. Queda patente que el mensaje que predican los discípulos interesa a todos los hombres, judíos y no judíos; afecta al ser o no ser del hombre. Es el Espíritu Santo quien da lugar a que cuantos lo escuchen lo entiendan, queden interpelados, y se conviertan. Y nace la Iglesia.

San Pablo nos dice en la segunda lectura: Nadie puede decir “Jesús”, sino bajo la acción del Espíritu Santo… Todos nosotros, judíos y griegos, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para forma un solo cuerpo”. Es decir: Es el Espíritu Santo quien hace posible que nosotros vengamos a creer en Jesucristo, y que podamos vivir unidos en la misma fe, y formar una comunidad de hermanos, la Iglesia, para decir al mundo que todos estamos llamados a formar una sola familia, como hermanos, en torno a Dios, Padre y Creador de todos. Es la nueva creación: Al principio de los tiempos, Dios Padre y creador hizo revolotear el Espíritu Santo sobre el caos informe, y surgió el cosmos; ahora, después de la resurrección de Jesús: Jesús mismo, sopla sobre los discípulos y surge la nueva creación: el mundo nuevo donde es posible la paz, porque es posible el perdón de los pecados y el hombre nuevo, que tiene un corazón nuevo.

En el bautismo somos bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Pero es el Espíritu Santo quien hace que estas palabras que dice el ministro que bautiza, se hagan efectivamente verdad y los bautizados vengamos a ser hijos de Dios, y quede sembrada en nosotros la semilla de la vida divina, la vida eterna.


El espíritu Santo, en la confirmación, intensifica su presencia en nosotros y nos anima a dar testimonio de la fe en el mundo; el Espíritu Santo es invocado por el sacerdote en la eucaristía, antes de la consagración, y por la fuerza del Espíritu Santo sus palabras hacen el milagro de transformar el pan y el vino en el Cuerpo y la sangre del Señor. Y después de la consagración de nuevo el sacerdote invoca al Espíritu Santo para que los que participamos en la eucaristía vengamos a ser miembros del Cuerpo místico de Cristo, todos uno y en comunión para que el mundo crea y se convierta.