-Textos:
-1 Re 3,
5-7. 712
-Sal 118,
57.72.76-77.127-130
-Ro 8,
28-30
-Mt 13,
44-52
“El
Reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo… el
que lo encuentra, lleno de alegría, va a vender todo…”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
¿Qué será
el Reino de Dios que provoca tanta alegría?
Será las
vacaciones, que tanto añoran los que no tienen dinero para hacerlas,
y que muchos de los que las hacen necesitan otros tantos días de
descanso para reponerse, después de haberlas terminado? ¿Será los
viajes al extranjero, que dan tema de conversación durante todo el
año en los círculos de reuniones de amigos, y que dejan el bolsillo
vacío, y el ánimo por los suelos al volver a la rutina de la vida
de cada día?
¿Qué será
el Reino de los cielos que produce tanta alegría?
¿Será el
dinero? En aras del cual algunos, incluso muy adinerados, no reparan
en saltarse las leyes de la justicia y del respeto al bien común,
hasta dar con todo su prestigio en la cárcel?
No, queridos
hermanos: El Reino de los cielos que predica Jesucristo, es
Jesucristo mismo: su persona, su mensaje, el Espíritu que da a los
que creen en él y lo siguen. El Reino de Dios es el amor de Dios
manifestado en Cristo Jesús.
Por
Jesucristo Santiago, san Pedro, san Pablo y todos los apóstoles, que
primero se acobardaron, después dieron la vida por predicar el
evangelio. Por Jesucristo san Antonio Abad vendió todos su bienes y
se fue al desierto, y parecido hizo san Benito, y san Francisco de
Asís; san Francisco de Javier no reparo en penalidades por el amor
de Cristo que ardía en su corazón… Y en tiempos más modernos,
san Vicente Paul, santa Teresa de Calcuta, el Padre Pio…
¿Y por qué
hicieron eso? Porque encontraron el tesoro escondido y la perla
preciosa, encontraron en Cristo la fuente de la verdadera alegría.
Y
tantos santos y santas desconocidos, que no están en las peanas de
los altares, que incluso viven entre nosotros: Nuestras hermanas
benedictinas, los misioneros, las misioneras, tantos que dejan la
familia, consagran su corazón a Cristo haciendo votos perpetuos de
castidad, obediencia y pobreza. Ellos siembran de oración los campos
del mundo; dan de comer a los hambrientos, enseñan cultura, levantan
dispensarios, anuncian que Dios es Amor, que lo primero es amar a
Dios sobre todas las cosas y al prójimo como Cristo nos ha amado.
Generan esperanza de una sociedad más justa y de una vida eterna con
Dios.
Ellos han
encontrado la verdadera alegría en Cristo y nadie se la quita. Pero
no se trata solo de los consagrados por los votos, sino de tantos
bautizados que asumieron la fe de sus padres: son matrimonios que
permanecen fieles a la palabra que se dieron en el altar, y educan a
sus hijos en la misma fe que alegra sus vidas; son trabajadores y
trabajadoras que renuncian a un dinero fácil y viven en la
austeridad por ser honrados y fieles a su conciencia; gente normal
de la calle que ha cambiado el ritmo de su vida tranquila por
atender a su familiar enfermo crónico, o por dedicar una horas fijas
a un voluntariado gratuito; van a vacaciones para descansar y hacen
que su hijos viajen para aprender.
Todos ellos,
aún en medio del dolor y de las fatigas, viven y sienten la alegría
honda de haber encontrado los valores del Reino de Dios en la persona
misma de Jesús, en el evangelio que enseña y en el Espíritu que
él, Jesús, infundió en su alma.
Queridos
hermanos y queridas hermanas, ¡Jesucristo vive, resucitó, y sale a
nuestro encuentro!; ¡Dios está implantando su Reino en el mundo!
La pregunta
es la siguiente: ¿Me he encontrado de verdad con Jesucristo? ¿Vivo
con alegría mi fe? ¿El Reino de Dios es realmente el programa de
vida que rige mi vida?
En seguida,
antes de comulgar, vamos a rezar todos: Padre nuestro… venga a
nosotros tu Reino.