-Textos:
-Dan 7,
9-10. 13-14
-Sal 96,
1-2.5-6.9
-2 Pe 1,
16-19
-Mt 17,
1-9
“Señor,
¡qué bien se está aquí!…”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
“¡Qué
bien se está aquí!”
Cuánto
veraneantes, al llegar a la playa, y cuántos montañeros o amigos de
las montañas o de las casas rurales, al llegar al punto de su
destino habrán dicho: “¡Qué bien se está aquí!”. Al menos
eso es lo que nosotros deseamos que hayan podido decir. Y el mismo
deseo tenemos para aquellos, que por una razón u otra, se hayan
quedado en casa: Que digan también: ¡”Qué bien se está aquí”!
Vosotras, hermanas benedictinas, también tenéis vuestras
vacaciones dentro del monasterio, a vuestra manera; y tanto en los
días de vacaciones como a los largo de todo el año, soléis decir
espontáneamente y con toda sinceridad: ¡Qué bien se está aquí!
Pero,
cuando Pedro, en el evangelio, toma la palabra y dice: “Señor,
¡qué bien se está aquí!; cuando
Pedro dice estas palabras, las dice por un motivo muy diferente al
que tienen los veraneantes en sus exclamaciones.
¿Qué pasó en el monte Tabor?
Pedro,
Santiago y Juan eran, hasta el momento, seguidores apasionados de
Jesús. Para ellos, Jesús era un profeta, el Mesías prometido; un
liberador que despertaba y respondía a las expectativas de los
pobres, de los marginados, enfermos, y también de los que soñaban
una recuperación del país como gran nación. Jesús era todo eso,
sí, pero era un ser humano y solo humano.
En el
Tabor estos tres apóstoles tuvieron el regalo de descubrir la
dimensión oculta de Jesús, su condición divina, de Hijo de Dios,
resucitado y vencedor de la muerte. Y quedaron deslumbrados, con una
experiencia intensamente agradable de felicidad. De ahí su
exclamación: “Señor,
¡qué bien se está aquí!”
¿Sabéis por
qué contemplar a Jesucristo en todo su misterio: Hombre como
nosotros, Dios y Señor de gloria y majestad, provoca una felicidad
tan honda?
Os lo digo
con palabras de san Agustín: “Nos hiciste, Señor para ti, y
nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Tengámoslo bien claro: Nuestro corazón tiene querencia a descansar
en Dios; y no encuentra descanso total hasta que no descansa en Dios.
Cuando,
después de un tiempo de andar por los caminos del mundo, por fin,
regresamos a casa y sentimos una sensación que nos hace exclamar:
¡Qué bien se está en casa! ¡Que a gusto voy a descansar! Estas
experiencias nos acercan un poco, sólo un poco, al suspiro
anhelante, a la querencia intensa de nuestro corazón, que sólo
descansa bien y plenamente en Dios.
Dios el hogar
del corazón humano. No acabamos de creerlo, pero es la verdad. Esto
es lo que nos enseña la experiencia del Tabor.
Por
eso, los que van a la playa, los que prefieren la montaña, los que
nos quedamos en casa, todos, deberíamos tener en cuenta que el
descanso corporal, psicológico y espiritual es bueno y necesario
para todos; pero hay una manera muy buena y cualitativamente muy
valiosa de descansar, una manera que no estorba a las vacaciones y
que puede dar calidad humana y espiritual a las vacaciones: es probar
de subir al Tabor, es decir, buscar de alguna manera la posibilidad
de encontrarnos con Jesús, vivo, presente y resucitado; acercarse a
un monasterio, a una ermita, participar en la eucaristía el domingo,
pasar unos días de retiro, escuchando la voz impresionante de Dios
Padre desde la nube: Este
es mi Hijo, el amado, mi predilectos: Escuchadlo”.
Puede, que no con los propios ojos, pero sí muy en el corazón
experimentemos algo de lo que sitió Pedro y sus compañeros: “Señor,
¡qué bien se está aquí”!