domingo, 17 de septiembre de 2017

DOMINGO XXIV T.O. (A)

-Textos:

       -Eclo 27, 33- 28,9
       -Sal 102, 1-4.9-12
       -Ro 14, 7-9
       -Mt 18, 21-35

Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar?

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

El perdón de las ofensas, el mensaje esencial y más representativo de las enseñanzas de Jesús; es también el mensaje quizás más necesario para la convivencia humana, tanto en la vida pública -en la sociedad, entre los pueblos y razas- como en la vida privada -en el matrimonio, la familia, las comunidades-.

Tendríamos que comenzar por nosotros mismos: ¿Tenemos alguien a quién nos resulta difícil perdonar? En casa, en el trabajo, en nuestras relaciones ¿tenemos alguien a quien deberíamos pedir perdón?

En el evangelio de hoy, a la pregunta de Pedro, Jesús responde con un dicho que se ha hecho famoso precisamente por lo radical que es: “No te digo que hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Es decir, siempre.

Si Jesús se atreve a pedir tanto a sus discípulos, y a todos nosotros, es porque él nos muestra y nos lleva a las fuentes de donde mana la fuerza para poder perdonar siempre y de manera incondicional.

La parábola que expone Jesús es tan clara y convincente, que no se puede decir mejor. El rey, a la hora de ajustar cuentas a sus empleados, se muestra generosísimo con aquel que le debe una suma ingente de dinero. Le perdona todo.

El rey representa a Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre de amor y de misericordia. El manantial de donde yo puedo sacar fuerza para perdonar a mi prójimo, a mi hermano o a mi hermana, es que Dios me ha perdonado. Y me ha perdonado incluso aun cuando yo no me lo merezco. Dice san Pablo: “Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros”. Este, hermanos es el manantial de donde mana la fuerza para perdonar. Jesús pone la enseñanza en boca del rey: “¿No debías tener compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?

Pero hay más: En el comportamiento del rey, y en el comportamiento de Dios dándonos a su propio Hijo, aparece otro motivo que nos impulsa a perdonar y a pedir perdón.

Para Dios, la persona es más que su pecado. Cuando le ofendemos y hacemos algo contra su voluntad, él no nos deja en el olvido. Aunque pecamos, para él seguimos siendo sus criaturas queridas, seguimos siendo hijos suyos. A él le duele, pero él nos ama y siente compasión. Dice Jesús en la parábola: “El señor tuvo lástima de aquél empleado y le dejó marchar perdonándole la deuda”.

Aunque yo haya pecado y me haya apartado de Dios, si yo vuelvo como un hijo pródigo, Dios siempre me espera y me entra en su casa. Porque para él, yo soy más que mi pecado.

Por eso, yo siempre tengo que perdonar a mi hermano, porque él, aunque me haya ofendido, sigue siendo persona y hermano mío, digno de mi amor y de mi amistad. Y porque yo, siempre me he visto perdonado por Dios, cuando de verdad he vuelto a él y le he pedido perdón.

Queridas hermanas benedictinas, que vivís en comunidad, queridos matrimonios y hermanos y hermanas, que vivimos en familia, en el trabajo, en la sociedad, hoy Jesús nos propone un mandamiento que nos parece muy difícil: “No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Es decir, siempre. Pero entremos en lo hondo de este evangelio: su mensaje no es solo un mandato, sino un secreto para poder perdonar siempre: Dios, nuestro Padre, es Padre de misericordia que nos perdona siempre y para quien siempre somos sus criaturas amadas y sus hijos predilectos.