-Textos:
-Gn 22,
1-2. 9a. 15-18
-Sal 115,
10.15-19
-Ro 8,
31b-34
-Mc 9,
1-9
“Este
es mi Hijo amado; escuchadlo”.
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Segundo
domingo de cuaresma, estamos de camino hacia la Pascua; el mensaje
de la palabra de Dios hoy es claro y contundente:
“Este es mi
Hijo amado; escuchadlo”.
El milagro de
la transfiguración es un hito muy importante en la vida pública de
Jesús.
Jesús se da
cuenta de que sus discípulos piensan más o menos que en Jerusalén
él va a dar un golpe político, se va a hacer con el poder y
restablecerá los mandamientos y el culto verdaderos.
Jesús,
sin embargo, piensa sólo en hacer la voluntad de su Padre Dios, y ha
advertido ya a sus discípulos: “El
Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser rechazado por los
ancianos, los sumos sacerdotes y maestros de la ley, morir y
resucitar al tercer día”.
Jesús afirma
el éxito final de su misión, resucitará al tercer día. Pero el
camino para alcanzarlo es totalmente distinto del que piensan sus
discípulos.
La
transfiguración del Tabor es un adelanto del triunfo final, para que
puedan soportar, el escándalo del viacrucis y el calvario.
Jesús
deja traslucir su condición divina. Es, sobre todo, la voz del
Padre, Dios mismo, el testigo más digno de crédito que se puede
pensar, que declara solemnemente: “Este
es mi Hijo amado; escuchadlo”.
Los tres
discípulos, que presenciaban el prodigio, se sienten verdaderamente
felices envueltos en la gloria de Jesús, pero están asustados y no
saben ni lo que dicen.
En
realidad no entienden. Y después del suceso quedan discutiendo “qué
querría decir aquello de resucitar de entre los muertos”.
Queridos
hermanos, todos: Nosotros tampoco entendemos. “Los caminos de
Dios no son nuestros caminos”.
Nos
desalientan la deserción de muchos bautizados; y nos sentimos
desbordados por lo que pasa en muchas familias, por los fracasos
matrimoniales; por tanta gente que vive como si Dios no existiera.
Con la mejor fe y buena voluntad acudimos a Dios para que las cosas
nos sucedan como pensamos nosotros que deberían suceder, pero
suceden muy de otra manera. Los números y las estadísticas no
parecen muy favorables, al menos en nuestro entorno, para la religión
y la Iglesia.
Nos gusta el
Jesús de los milagros, y el de la “multiplicación de los panes”.
Pero nos escandaliza el Jesús del “huerto de los olivos”, el que
se queda solo, el que se siente incluso abandonado de su propio
Padre. No entendemos los caminos de Dios.
Abrahán
tampoco entendía y creyó. Jesucristo en la cruz sintió hasta el
abandono del Padre, pero murió poniéndose en sus manos. Y Dios
Padre cumplió la promesa a Abrahán y resucitó a Jesús.
Necesitamos
fe, la fe de Abrahán, que se fía de Dios hasta la sinrazón, la fe
de Jesucristo, que obedece a su Padre hasta la experiencia de
abandonado y hasta la muerte.
¿Cómo
alcanzar esa fe? Desde el comienzo de la cuaresma tenemos que pensar
ya en la Pascua de resurrección. Por eso hemos de contemplar el
acontecimiento de la Transfiguración.
Agradezcamos
a Dios su solemne testimonio y pongamos atención en las dos cosas
que dice: “Este
es mi Hijo amado”;
y después: “Escuchadle”.
Escuchar la
palabra de Dios; aprender a escuchar a Dios en los acontecimientos de
la vida; intensificar la oración. Esto durante todo el año, y
durante la vida entera, pero muy especialmente, ahora, en este santo
tiempo de la cuaresma.
Bien podemos
pensar esta mañana que acercarse al altar y participar en la
eucaristía es como subir con Jesús al monte Tabor y contemplar a
Cristo Resucitado.