viernes, 30 de marzo de 2018

VIERNES SANTO DE LA PASIÓN DEL SEÑOR


-Textos:

       -Is 52,13-53, 12
       -Sal 30, 2.6. 12-17.25
       -Heb 4, 14-16; 5, 7-9
       -Jn 18, 1-19, 42

Mirarán al que atravesaron”

Tarde del Viernes Santo: recogimiento, silencio; pidamos humildemente la gracia de orar, dejémonos penetrar por el acontecimiento del que somos testigos agraciados.

¿A quién buscáis?” La pregunta es de Jesús, y esta tarde nos la dirige a nosotros, a cada uno de nosotros. “¿A quién buscáis?” –A Jesús, sí, queremos ver a Jesús. En este momento decisivo de su vida, momento dramático, pero también, el momento cumbre de su existencia.

Grabamos muy dentro de nosotros las primeras palabras que salen de sus labios: “Yo soy”. “Yo-soy” es justo el nombre de Dios, el que se puso a sí mismo en el suceso de la zarza ardiente. Jesús, el Nazareno, ahí, en el Huerto, perseguido, traicionado, Jesús es ”Yo-soy”, es decir el Señor, Hijo de Dios, Dios de Dios, Luz de luz.

Nosotros queremos mantener esta revelación: Jesús es “Yo soy”, el Señor, que por amor y libremente se entrega para darnos la vida.

Y damos un salto hasta el monte Calvario, junto a la cruz de Jesús, con María, la Madre de Jesús, María de Cleofás, la Magdalena y el discípulo amado. Queremos estar, como ellos, firmes, serenos, mirando al que aman. Externamente, Jesús estás “sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres”. Pero nosotros esta tarde queremos verte como María, como el Discípulo amado, entrar en tu corazón abierto y descubrir cuánto nos amas.

Volvemos al Pretorio; nos duele escuchar a Pedro. ¿Cómo puede decir que no conoce a Jesús? Pero no juzguemos. Mejor, que nos preguntemos: Y yo, ¿no he negado a Jesús alguna vez? ¿No me ha callado en vez de decir abiertamente lo que soy y lo que pienso como cristiano y bautizado?

En el tribunal de Pilato, escuchamos sorprendidos, y a la vez admirados, una declaración de este gobernador romano: “Que sepáis que no encuentro en él ninguna culpa”. Jesús es inocente, ¿por qué lo matan? No es por sus delitos, es por nuestros pecados. “Cargó sobre sí nuestras culpas… su heridas nos han curado”. Vergüenza, dolor y confusión.

La confesión humilde de mis pecados, puede que me lleve esta tarde a poner la vista sobre otras cruces, las de mis hermanos: Los cristianos de Siria, los desplazados, los que se juegan la vida tratando de pasar el mar… También, los enfermos, los que tienen fe y los que sufren la enfermedad sin horizonte alguno.

Yo me hago portavoz de tantos que sufre en cuerpo y alma y los llevo a los pies del Crucificado; que su cruz sea alivio para su dolor, luz que dé sentido a sus vidas, fuerza para luchar y no desesperar.

Esta tarde, también pongo mi cruz junto a la cruz de Cristo. Muchas veces he renegado de ella: por qué me has hecho así, por qué tengo este carácter; no soporto los achaque de mi edad; por qué la desgracia sobreviene tan a menudo sobres las personas que amo; por qué tantos amigos y conocidos míos bautizados abandonan la práctica religiosa…

Señor, perdóname. Esta tarde, desde tu cruz donde estás clavado, me dices que pedir explicaciones no es el camino justo ni correcto. Me dices que te abrace, que abrace además mi cruz y también la de mis hermanos; Cruz con cruz. Alzar los ojos “y mirar al que traspasaron”. Hacer silencio, contemplar con el corazón dolorido y escuchar tu declaración solemne: “Yo soy”. Si tú, el Nazareno, el crucificado, traicionado, desnudo y derrotado, eres el Señor, el Hijo de Dios, luz de luz y Dios de Dios. Cruz con cruz, mi cruz junto tu cruz. Creo y adoro.


jueves, 29 de marzo de 2018

JUEVES SANTO, MISA DE LA CENA DEL SEÑOR


-Textos:

       -Ex 12, 1-8. 11-14
       -Sal 115, 12-18
       -1 Co 11, 23-26
       -Jn 13, 1-15

Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo”:

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Quedémonos con esta primera verdad, que es el alma que da vida y sentido al misterio infinitamente rico que celebramos en esta tarde del Jueves Santo.

Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el extremo”:

La eucaristía es la revelación suprema del amor de Dios a los hombres.

La Última cena anticipa sacramentalmente la muerte de Cristo en la cruz, donde queda patente su amor por nosotros.

Dios nos amó y se hizo hombre para salvar a los hombres; Dios nos amó y se hizo pobre para liberar a los pobres; Dios nos amó y se humilló hasta la muerte para darnos vida; Dios nos amó y, locura del amor divino, se hizo eucaristía para transformarnos en él, como alimento.

La eucaristía es un regalo divino, que Dios nos hace, porque nos ama, y nosotros lo necesitamos.

Pero la eucaristía, además de ser regalo, es también encargo, responsabilidad y misión.
¿Cómo sentir el amor de Cristo en la eucaristía? ¿Cómo contagiar y transmitir ese amor?

Nosotros, las hermanas benedictinas y todos, hemos venido a esta celebración con gozos y esperanzas, con penas y preocupaciones: ¿Cómo transmitir la fe a nuestros hijos y a las generaciones jóvenes? ¿Qué me pide el Señor a mí, hoy y aquí, ante el dolor, la pobreza y tantas necesidades que veo a mi alrededor? ¿Cómo dar un testimonio de mi fe católica ante personas que practican otra religión? ¿Cómo evangelizar?

Jesús, en el lavatorio de los pies nos da a todos una catequesis extraordinaria, enormemente necesaria y de máxima actualidad, para trasmitir el amor de Dios y lograr evangelizar. Es, esta catequesis, el comienzo de su Testamento, en la Última Cena.

Permitidme, solo, que llame la atención sobre una coincidencia iluminadora: el evangelista Mateo pone en labios de Jesús estas palabras: “Dios me ha dado autoridad plena sobre el cielo y la tierra… Poneos en camino…haced discípulos, bautizadlos…” Y Juan dice: “Sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos…, y termina: “Sí yo, el Maestro y Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros”.

Pensemos un poco: Jesús invoca la autoridad que su Padre Dios le confía, tanto cuando envía a sus discípulos a evangelizar, como cuando les manda que sirvan y laven los pies de sus prójimos necesitados.

Podemos concluir y debemos tomar nota: Servir y lavar los pies al prójimo necesitado es una excelente forma de evangelizar mandada por Jesús con su ejemplo.

Pero no olvidemos, la clave es el amor que se entrega: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.

Servir y lavar los pies obligado o forzado es humillante, servir y lavar los pies del prójimo necesitado libremente y por amor es una obra digna de toda persona; es además la forma excelente de evangelizar mandada por Jesús en su testamento: “Os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis”.

Que la suprema manifestación del amor de Dios, que es la eucaristía, ilumine y nos de fuerza para gritar al mundo que “Jesús, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”.




domingo, 25 de marzo de 2018

DOMINGO DE RAMOS (B)


-Textos:
       -Is 50, 4-7
       -Sal 21
       -Fl 2, 6-11
       -Mc 15, 1-39

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Domingo de Ramos, comenzamos la Semana Santa. El Jueves Santo iniciaremos con la Cena del Señor, la eucaristía, el Triduo Pascual.

Un primer mensaje me permito poner como primer objeto de vuestra atención: En la Semana Santa, muy especialmente en el Triduo Pascual, Dios tiene preparada una gracia singular para toda la Iglesia y para cada uno de nosotros. La revelación máxima del amor de Dios en la Cena de Jueves Santo, la entrega de Cristo por amor a Dios Padre y a los hombres, patente e irrefutable en el Calvario, la tarde de Viernes Santo, la luz deslumbrante de la Gran Vigilia Pascual: en el espejo de la historia de Salvación de Dios, descubrimos el sentido de nuestra propia historia: Dios es fiel, resucita a su Hijo, para que todos podamos resucitar con él; la catarata de gozo y alegría del domingo de resurrección, que nos impulsa a salir a la calle gritando: “Hay esperanza cierta para esta humanidad atormentada y dolorida: Cristo resucitado ha vencido a la muerte y al pecado; un cielo nuevo y una tierra nueva nos espera.

Cada día un misterio rico, fecundo y trascendental, cada día del Triduo Pascual una gracia singular nos espera. No la dejemos pasar de largo.

Y ahora, permitidme que esboce el misterio de este domingo: Jesucristo entra triunfante y vitoreado en Jerusalén. El hecho es un presagio de la resurrección gloriosa y la victoria sobre la muerte y el pecado que ocurrirá al término de los tres días.

Pero acabamos de escuchar el relato trágico de la pasión y muerte de Jesús: La angustia del Huerto de los Olivos, los discípulos lo dejan sólo, los soldados lo maltratan, la gente importante se burla de él, la sensación de abandono frente a su Padre Dios… ¡Qué misterio! ¿Nos escandaliza? ¿Nos hace pensar? ¿Quién es Jesús? Hijo de Dios verdadero y hombre igual a nosotros en todo menos en el pecado. Nos Atrae el Cristo de los milagros, dejamos de lado al Cristo crucificado; por la cruz a la luz; el que guarda su vida la pierde, el que pierde su vida por seguir a Jesús la encuentra.

Todo esto y mucho más es el misterio que celebramos en la eucaristía de esta mañana, y que se nos irá desvelando a los largo de la Semana Santa, especialmente, del Triduo Pascual.

domingo, 18 de marzo de 2018

DOMINGO V DE CUARESMA (B)


-Textos:
       -Jer 31, 31-34
       -Sal 50, 3-4.12-19
       -He 5, 7-9
       -Jn 12, 20-33

Señor, quisiéramos ver a Jesús”

Queridas hermanas benedictinas, queridos hermanos todos:

Hoy es el “Día del Seminario”. Pero coincide con el quinto domingo de cuaresma, domingo de Pasión se decía antes. El próximo domingo entramos ya en la Semana Santa con la procesión de los ramos.

Quisiéramos ver a Jesús”: La súplica que formulan estos paganos es sin duda la mejor fórmula para recorrer esta etapa final de la cuaresma. Conocer a Jesús, es la gracia propia que nos prepara la celebración de la Semana Santa y del Triduo Pascual. Ya lo conocemos y queremos seguir, pero lo conocemos a medias, y sin llegar a darle del todo el corazón, ni comprometernos demasiado en la misión a a la que nos invita: anunciar el evangelio a todas las gentes. Siempre podemos conocer más y mejor a Jesús. Él es el camino, la verdad y la vida”, “Quién le sigue no anda en tinieblas”. Nunca nos acabamos de convencer de que estas palabras suyas sean verdad. ¡Qué hermosa y fructífera disposición, entrar en la Semana Santa con este deseo: “Queremos conocer a Jesús”.

Quisiéramos ver a Jesús”: Estas palabras explican también la vocación de aquellos que se sienten, y nos hemos sentido, llamados a ser sacerdotes. La vocación al ministerio sacerdotal, antes que ser un encargo para ejercer una actividad hermosa y esencial al servicio de los hombres, es un regalo y un atención especial que Dios ha tendido con nosotros, y tiene con los jóvenes o adultos que quieren prepararse para ser sacerdotes. Un especial atractivo por la persona de Jesús, que va unido inseparablemente a la misión de Jesús. Ser de Jesús y ser para la misión de Jesús, es un todo uno, que no se puede separar.

La Iglesia de las naciones ricas del Occidente tradicionalmente cristiano estamos atravesando una extrema y alarmante escasez de vocaciones sacerdotales. Lo vemos todos, lo palpamos. Y nos preocupa.

¿Qué podemos y qué debemos hacer? Primero, orar. La fe nos asegura que es la acción más eficaz: “Rogad al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies”. Pero, en segundo lugar, hemos de poner el mayor esfuerzo en otra tarea: crear un clima propicio para que broten y se desarrollen la vocaciones al sacerdocio.

Esta labor corresponde en primer lugar, a los padres, en casa, en el hogar; que los niños puedan percibir que ser sacerdote, ser consagrado, ir a misiones o atender una parroquia, son trabajos muy dignos, muy nobles, que dan un sentido muy pleno a la vida de un joven.

Y en continuidad con el clima de la familia, también a la parroquia y los colegios les corresponde esta labor: crear un ambiente, en el cual se pueda escuchar la llamada de Jesús al ministerio sacerdotal y se perciba como un ideal de vida que merece la pena dedicarse entera y exclusivamente a proponer el evangelio de Jesús a los no creyentes, ayudar especialmente a los pobres y enfermos, y promover comunidades cristianas que continúen la misión de Jesús en el mundo.

domingo, 11 de marzo de 2018

DOMINGO IV DE CUARESMA (B)


-Textos:

       -Cro 36, 14-16. 19-23
       -Sal 136, 1-6
       -Ef 2, 4-10
       -Jn 3, 14-21

Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Venimos a la eucaristía con la mente cargada de noticias: Las javieradas, las manifestaciones feministas, el dolor de los enfermos, las desgracias de tantos emigrantes y refugiados. Y también el dolor de ver que tantos bautizados se han descolgado de la práctica religiosa y de la fe militante.

Nosotros, seguidores de Jesús, queremos seguir a Jesús cada día con mayor convencimiento y más coherencia. Y al mismo tiempo, sentimos el deseo de que el Evangelio y la fe en Jesucristo prendan en el corazón de la gente; que jóvenes y mayores sigan a Jesús con entusiasmo y lleguen a comprender que Jesús es la luz que ilumina el camino de la vida.

Para nosotros Jesús es luz y vida, y nos preguntamos con dolor: ¿Por qué otros no lo sienten como yo, y más y mejor que yo? ¿Qué puedo hacer para transmitir la fe a mis hijos, a mis nietos?

El diálogo de Jesús con Nicodemo da lugar a que Jesús revele verdades que meditadas con detenimiento y tomadas en serio atraen y convencen, pero al mismo tiempo desconciertan y escandalizan.

La primera verdad, la más sorprendente y escandalizadora, “La cruz de Cristo, fuente de salvación”: -“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Para descubrir el sentido de la vida, para encontrar la felicidad, hemos de poner los ojos y creer en un crucificado. Mirado fríamente es un escándalo. Pero, si escuchamos la palabra de Dios y nos dejamos tocar por su gracia, tal como nos dice san Pablo, la cruz de Cristo y Cristo crucificado son la prueba máxima del amor de Dios: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna”.

Dios nos ama, y es capaz de hacer que su Hijo divino, su único Hijo, baje al barro de esta tierra. Y este Hijo es capaz, no solo de hacerse uno de nosotros, sino de dar la vida por nosotros. “Porque Dios no mandó a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.

Es preciso prestar atención, humildes y bien dispuestos, para dar lugar a que esta palabras nos convenzan; que no nos quedemos dubitantes como Nicodemo. Jesús es tajante y radical: “El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios”. “Dichoso el que no se escandalice de mí” dice Jesús en otro lugar.

Hermanas benedictinas, hermanos todos: Las javieradas, las manifestaciones por la igualdad de hombres y mujeres, los desheredados esperando migajas de la mesa de los opulentos… tanto y tantos, todos en busca de una vida mejor.

Hoy se nos revela la luz que ilumina tanta confusión y tanto dolor: Superar el escándalo de la cruz, mirar al Crucificado: -“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Esto es lo que tenemos que hacer estos días de cuaresma que nos quedan: pedir la fe, ejercitarnos en la fe y vivir con coherencia la fe en Jesucristo Crucificado, revelación suprema del amor de Dios.

Esto es lo que podemos hacer ahora al disponernos a participar en la eucaristía.

domingo, 4 de marzo de 2018

DOMINGO III DE CUARESMA (B)


-Textos:

       -Ex 20, 1-15
       -Sal 18, 8-11
       -1 Co 1, 22-25
       -Jn 2, 13-25

Destruid este templo, y en tres días lo levantaré”.

Queridas hermanas Benedictina y queridos hermanos todos:

La fe cristiana es un encuentro vivo, personal y real con Jesucristo. La finalidad de toda evangelización es la realización de ese encuentro, al mismo tiempo personal y comunitario. Afirmó el Papa Benedicto XVI (“Deus est caritas)”.

Los templos, en todas las religiones, son considerados como espacios especiales para el encuentro con Dios. De una manera singular, el antiguo pueblo de Dios, los judíos, consideraban el templo de Jerusalén como lugar esencial para rendir culto al verdadero Dios, Yahvé, y símbolo de identidad como pueblo elegido. Jesucristo, como buen israelita, había subido varias veces a visitar el templo de Jerusalén. La actuación de Jesucristo expulsando del templo a vendedores y cambistas, que nos cuenta san Juan en el evangelio de hoy, tiene un doble significado:

En primer lugar, Jesús sigue y culmina la tradición profética de purificar y restablecer el culto verdadero: el Mesías, el enviado de Dios, el Hijo de Dios, no puede tolerar que se mezcle con el negocio y el dinero el carácter sagrado de las ofrendas que se ofrecen a Yahvé.

Y tiene una segunda finalidad de mucho mayor alcance: “¿Qué signos nos muestras para obrar así? -¿Destruid este templo, y yo en tres días, levantaré”. Y el evangelista comenta: “Hablaba del templo de su cuerpo”.

Llegará un día, llegó a decir el mismo Jesús, en que “ni en Corozaín ni en Jerusalén se dará culto a Dios”. Porque a partir de ahora es mi persona, soy yo, el lugar privilegiado para el encuentro con Dios. “Quién me ve a mí ha visto al Padre”.

Mi Padre me ha enviado, soy el Mesías, el Hijo de Dios, y soy, en la tierra, presencia encarnada de Dios. A partir de ahora es mi persona, soy yo, el lugar privilegiado del encuentro con Dios. Jesucristo es el lugar verdadero del encuentro con Dios.

Y a Jesucristo lo podemos encontrar en muchos lugares y de muchos modos y maneras: En la Palabra de Dios, en la eucaristía, en los pobres, en la asamblea reunida en su nombre, en los hermanos, en los acontecimientos que nos hacen pensar y nos llaman a conversión.

Ahora entendemos mejor por qué Benedicto XVI y los papas modernos dicen y repiten con insistencia: “La fe cristiana es un encuentro vivo, personal y real con Jesucristo. La finalidad de toda evangelización es la realización de ese encuentro, al mismo tiempo personal y comunitario”.

A lo mejor es oportuno hoy que nos preguntemos, ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en mi vida? ¿Puedo decir que siento la fe como un encuentro real y personal con Jesucristo? Influye mi fe cristiana en las decisiones, en las ocupaciones de mi vida diaria?

No podemos olvidar que nosotros seguidores de Jesús y bautizados en su nombre, somos piedras vivas del templo espiritual, del Cuerpo místico de Cristo. A nosotros nos incumbe muy seriamente vivir de tal manera que podamos ser para nuestros hermanos, para nuestros prójimos: lugar de encuentro con Dios, ejemplo, testimonio que contagia y acerca, a los que nos tratan y conviven con nosotros, a Dios.

En este santo tiempo de cuaresma escuchamos insistentemente la llamada de Dios a la conversión. Para nosotros, bautizados, la llamada a la conversión, sobre todo, es una llamada a renovar y redoblar nuestra adhesión a su persona y a su mensaje: sobre todo a ser testigos de Jesús con nuestra conducta.

No olvidemos que en esta celebración no sólo Jesucristo en las especies eucarísticas, sino también la asamblea que formamos, somos templo de Dios, lugar para los hombres de encuentro con Dios.