-Textos:
-Gn
3, 9-15
-Sal
129, 1-8
-2
Co 4, 13-5,1
-Mc
3, 20-35
“Estos
son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese
es mi hermano y mi hermana y mi madre”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
El
relato evangélico de san Marcos nos presenta hoy a Jesús en los
primeros pasos de su vida pública. Y muestra las posturas diferentes
que muestran ante Jesús, tres grupos que acuden a oírle y estar con
él.
Un
primer grupo es el pueblo sencillo y humilde, tanta gente y con
tantas ganas de escucharle que no le dejan ni comer.
El
segundo grupo es el de los escribas, juristas y teólogos, que bajan
de Jerusalén, que pretenden desprestigiar a Jesús delante de la
gente que le escucha con admiración.
El
tercer grupo es el de su propia familia, sus parientes. Vienen en
busca de Jesús, alarmados por lo que las gentes les cuentan de lo
que hace y dice Jesús.
Vamos
a detenernos en la familia de Jesús. Nos puede servir para sacar
consecuencias sobre la presencia de Jesús en nuestra propia familia,
y el papel que juega, principal, importante o intrascendente en el
interior de nuestra familia.
Cuando
a Jesús le dicen que sus parientes le buscan, Jesús aprovecha para
dejar claro su vocación, su nueva misión y en definitiva su
verdadera identidad.
“Estos
son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese
es mi hermano y mi hermana y mi madre”. La frase tiene un
alcance y una profundidad mucho mayor de cuanto se puede entender a
primera vista.
Él
ha venido a fundar una nueva familia, formada no por lazos de sangre
o de parentesco, sino por la fe en Dios. Y la fe nos da a conocer a
Dios como Padre de todos, nos constituye a todos como hermanos, que
participamos de la vida misma de Dios, y nos une en familia por el
Espíritu Santo.
Esta
vida nueva, que nos viene de la fe y del bautismo, se manifiesta en
el amor a Dios sobre todas las cosas y en el cumplimiento libre y
fiel de los mandamientos de la Ley de Dios y del Evangelio.
Jesús
en esa afirmación nos dice que los lazos de fe, son más fuertes,
más enriquecedores y tienen mayor trascendencia que los lazos de
sangre o de parentesco natural.
Jesús
no menosprecia a sus parientes, mucho menos a su Madre. De hecho su
Madre le siguió hasta la cruz, y ella y otros familiares formaron
parte de la primerísima comunidad cristiana de Jerusalén.
Es
decir, la familia natural de Jesús, al menos la Virgen María y
algunos otros familiares, al final estuvieron unidos a Jesús por un
doble lazo: lazo de sangre y lazo de fe, como parientes naturales y
como hijos de Dios y miembros de la comunidad de la Iglesia.
Y
esto es lo que tiene que ser cada familia cristiana: unida en el amor
que brota de la sangre, y unida más fuertemente por la fe en
Jesucristo y el cumplimiento de la voluntad de Dios.
Así es la familia cristiana, una familia unida, que
reza y que se sabe lo qué quiere, y a dónde va; bien dotada para
educar en valores humanos y para transmitir la fe; y con la fuerza y
la gracia de Dios, para construir un mundo mejor y abierto a la
esperanza de una vida eterna.