-Textos:
-Eclo 27,
4-7
-Sal 91,
2-3. 13-16
-1Co 15,
54-58
-Lc 6,
39-45
“¿Por
qué e fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas
en la viga que llevas en el tuyo?... Cada árbol se conoce por sus
frutos”.
El
evangelio que hemos escuchado es el pasaje final del Sermón de la
Montaña, el programa que propone Jesús a sus discípulos y a todos
los hombres para establecer el reinado de Dios en el mundo. Los
políticos, esta temporada, están ofreciendo promesas y programas de
gobierno para mejorar la sociedad. El programa de Jesús nos es
político, es espiritual y moral; son el espíritu y las normas que
deberían impregnar cualquier programa político para que sea un
proyecto que mejore nuestra vida y la sociedad.
Jesús,
en este pasaje evangélico, nos da unos consejos de sentido común,
incluso echa mano de algunos refranes populares, que nos hablan del
arte de vivir y convivir en la sociedad. Pero, en el fondo, son
normas necesarias para poder cumplir el mandamiento supremo del amor
a Dios y al prójimo.
Subrayo
dos. El primero: “¿Por
qué te fijas en la mota que tiene tu hermanos en el ojo y no reparas
en la viga que tienes en el tuyo?”
Nos suele
ocurrir a todos, y muchas veces. Vemos los defectos ajenos y juzgamos
a los otros. Queremos enmendarnos, pero una y otra vez, tropezamos en
la piedra de juzgar al prójimo. ¿Cómo corregir este defecto?
Pues, como
nos enseña Jesús: Mirarnos primero a nosotros mismos. Cuando nos
miramos a nosotros mismos, consideramos que también nosotros tenemos
defectos, pero, a la vez, solemos pensar que, a pesar de todo,
merecemos que los demás sean comprensivos con nosotros y que sigan
apreciándonos, como si no los tuviéramos. Este tipo de reflexión
nos puede ayudar a ser también comprensivos con los demás y a
evitar malos juicios.
El
segundo dicho del Señor: “Cada
árbol se conoce por sus frutos… El hombre bueno, de la bondad que
atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad
saca el mal…”
Hermanas y
hermanos, no nos quedemos en la superficie, no pongamos la atención
sólo en lo que hacemos. Pongamos la atención en lo que somos.
Examinemos nuestro corazón. ¿Cuáles son los amores profundos de
nuestro corazón? ¿El dinero, la vida cómoda, el brillo social?
O por el
contrario: ¿Qué lugar ocupan en mi vida el respeto y la delicadeza
con los que convivo en casa, el pedir perdón sinceramente, el
alterar mi ritmo de vida para atender al que necesita y solicita mi
ayuda, el introducir en mi presupuesto económico la justicia con que
merecen ser tratados el trabajador, el emigrante, el refugiado que
huye de la guerra?
¿Dónde
está nuestro corazón? De los motivos de fondo, de los amores
verdaderos y buenos que regulan mi vida salen las buenas obras; de
los ídolos y pasiones malas que me dominan, salen las obras malas y
los pensamientos y sentimientos malos. “De
la abundancia del corazón habla la boca”. Termina
el mensaje del Señor hoy.
Pero ante
estos interrogantes que nos inquietan o deben inquietarnos, no
olvidemos el grito de san Pablo en la segunda lectura: “¡Gracias a
Dios que nos da la victoria por medio de nuestro Señor
Jesucristo!... Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor,
convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor”.