-Textos:
-Ge
3, 9-15. 20
-Sal
97, 1. 2-4
-Ro
15, 4-9
-Lc
1, 26-38
“Alégrate,
llena de gracia, el Señor está contigo”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Hoy,
segundo domingo de Adviento, celebramos en España la fiesta grande
de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Fiesta que ha
cuajado en el alma del pueblo cristiano quizás como ninguna otra y
que también quizás como ninguna ha producido frutos de gracia y de
fe en los fieles que la celebramos con gozo.
La
Virgen María, por especial privilegio del amor de Dios, en previsión
de los méritos de su Hijo, desde el mismo instante de su concepción
ha sido preservada de todo pecado, libre hasta del pecado original,
es Inmaculada.
Dios,
desde toda la eternidad, amó a María con amor infinito y, porque la
amó y la quiso para madre suya, la llenó de gracia plenamente; tan
plenamente que en ella no cabe espacio alguno para el pecado. Toda
hermosa con la hermosura más espléndida que podemos contemplar, sin
sombra de pecado, con la gracia de la santidad.
Así
ella pudo decir sí a Dios; y enteramente confiada y obediente, dijo
al ángel: “He
aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Poder
celebrar la fiesta de la Inmaculada Concepción de María, es una
gracia de Dios que acrecienta y fortalece la vida cristina y la fe de
los que la celebramos.
¿Qué
nos dice la Madre de Dios y Madre nuestra, María Inmaculada, en esta
fiesta?
En
esta fiesta y en todos los días del año y de nuestra vida nos
conviene acercarnos a María; acercarnos para que su santidad, la
gracia de Dios que la llena plenamente, se nos contagie; para que a
la luz de su pureza virginal y del cúmulo de virtudes que la
enriquecen nosotros descubramos y avivemos nuestra vocación. Porque
ciertamente, nosotros hemos nacido con el pecado original, no como la
Purísima Virgen Maria, pero hemos recibido el bautismo que nos ha
librado de él. Somos hijos de Dios, hemos recibido el don del
Espíritu Santo; en nosotros están sembradas las semilla de todas
las virtudes, y nuestra vocación es la santidad. Cierto que no
podrá desarrollarse esta vocación sin esfuerzo, y afrontando la
lucha contra el pecado, el demonio y las fuerzas del mal hacen que
el cultivo de la virtud y la práctica del evangelio nos suponga
esfuerzo, sacrificio y cruz. Por eso nosotros hemos de acudir a la
purísima Virgen María, que nos ayude a vivir la vida de hijos de
Dios.
Frente
a un mundo tan agresivo y hostil en el que las fuerzas del mal nos
invitan al pecado, acercarnos a María nos libra del desaliento, nos
despierta lo mejor de nuestra condición de criaturas de Dios y de
discípulos de Jesús que hay en nosotros. María Inmaculada nos
lleva a Jesús, y con ella y Jesús podemos alcanzar de la cima de
nuestra vocación, la santidad. La atmósfera que respiramos en esta
sociedad en la que vivimos no nos invita a alimentar estos deseos y a
comprometernos con estos ideales. Más bien todo lo contrario. Pero
María Inmaculada nos deja patente cual es nuestra vocación y dónde
vamos a encontrar de verdad la felicidad.
Estamos
en tiempo de adviento. San Pablo en la segunda lectura nos exhorta
para que “a
través de nuestra paciencia y del consuelo que dan la Escrituras
mantengamos la Esperanza”. Nosotros
ahora, en la plegaría eucarística vamos a pedir que “ con María,
la Virgen Madre de Dios…, merezcamos, por su Hijo Jesucristo,
compartir la vida eterna y cantar sus alabanzas”.