Textos:
-Mal
3, 1-4
-Sal
23, 7-10
-Heb
2, 14-18
-Lc
2, 22-40
“Porque
mis ojos han visto a tu Salvador…: luz para alumbrar a todas las
naciones”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Hoy
no es un domingo corriente: Celebramos dos acontecimientos
importantes para la Iglesia y para nosotros: La fiesta de la
presentación del Niño Jesús en el templo y la Jornada de la Vida
Consagrada.
La
presentación del Niño Jesús en el templo nos impulsa a renovar y
afianzar nuestra fe; la Jornada de la Vida Consagrada nos compromete
a colaborar en la Iglesia y con la Iglesia.
El
misterio de Jesús se nos manifiesta en las lecturas como Dios y
hombre verdadero.
Jesús
es verdaderamente hombre: Hemos escuchado en la Carta a los Hebreos:
“Lo mismo
que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también
participó Jesús, participa de nuestra carne y sangre, para
aniquilar mediante la muerte al “señor” de la muerte…”
Y
este Jesús es Dios: El anciano Simeón, emocionado por lo que está
viendo, anuncia a todo el mundo: “Mis
ojos han visto a tu Salvador…, luz para alumbrar a todas las
naciones”.
Por eso, la fiesta de la Presentación es una fiesta que nos invita a
creer en Jesucristo. Y la fe en Jesucristo verdadero Dios y verdadero
hombre nos llena de esperanza.
Gracias
a Jesucristo podemos vencer al pecado y a la muerte, y dar sentido al
dolor y esperar una vida eterna, divina y feliz.
Y
de esperanza habla también la Jornada de la vida consagrada. El lema
de este año dice: La
vida consagrada, con María, esperanza de un mundo sufriente”.
No
hace falta decir que hay mucho dolor, mucho sufrimiento en el
mundo. Pero tampoco hace falta demostrar todo el bien que hacen las
religiosas, los religiosos, los monjes, las monjas, y todos los que
se consagran a Dios y a solo Dios, y para siempre, y así quedar
libres para dedicarse a amar al prójimo con un amor como el de
Cristo.
Son
familiares y conocidos nuestros; están en colegios de enseñanza, en
dispensarios de barrios y de suburbios marginales, en países pobres
y donde no se conoce la fe en Jesucristo, fundando escuelas,
dispensarios e iglesias, viviendo en las penurias que viven los más
pobres de la sociedad.
De
esta manera, intentan, hacer como María, generar esperanza en medio
de las gentes con las que viven. Hacen lo que hacen porque se han
sentido cautivados por el amor de Cristo y han descubierto hasta qué
punto el prójimo, el hermano, sobre todo el pobre, el indefenso, el
necesitado, merece ser amado, y ayudado. Por eso, los consagrados,
son también, como María motivo de esperanza.
Nosotros
todos, las comunidades cristianas hemos de orar por ellos ante el
Señor, agradecer y reconocer la inmensa labor humana que hacen y el
testimonio tan impactante que ofrecen en medio de una sociedad que
lucha para evitar el dolor, las injusticias y la muerte, pero que no
lo consigue.
La
comunidad cristiana debemos rezar para que surjan vocaciones que
sienta una llamada a entregarse a Jesucristo y al prójimo de manera
incondicional y para siempre.
En
el templo de Jerusalén se encontraron Simeón y Ana con Jesús,
Maria y José; en la eucaristía, hoy nos encontramos con Jesús, y
también con Maria y José y todos los santos y santas de Dios.
Vengamos, pues, al altar.