-Textos
-Gn
12, 1-4ª
-Sal
32, 4-5. 18-20 y 22
-2
Tim 1, 8b-10
-Mt
17, 1-9
“Este
es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Muchos
jóvenes, chicos y chicas, y personas mayores habrán participado ya
en la eucaristía de la primera “Javierada” de este año. Quizás
algunos hayan desistido de ir por precaución ante la amenaza del
coronavirus.
Nosotros
aquí reunidos, en el evangelio encontramos el mensaje que Dios mismo
quiere transmitirnos hoy:
“Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.
Para
levantar el ánimo de sus discípulos, que atisban nubarrones de
persecución y muerte en Jerusalén, Jesús en el monte Tabor les
muestra por un instante ese lado oculto de su persona, el misterio
de su misión y de su divinidad.
Jesús
se nos muestra resplandeciente de luz, pleno de gloria, porque es,
nada más y nada menos, que el Mesías prometido por Dios y esperado
por el pueblo de Israel. Por eso, aparecen con él Moisés y Elías,
los testigos más acreditados del antiguo testamento, que se pueden
pedir.
Pero,
además y sobre todo, aparece la voz de Dios mismo que se deja oír
en la nube de la divinidad, y declara solemnemente:
“Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.
Ante
esta revelación, nosotros hoy estamos invitados a reafirmar nuestra
fe, y a confesar, en medio de una sociedad paganizada, que se cree
muy segura, pero que no es feliz, y a la que le basta un virus
desconcertante para descubrirse a sí misma llena de miedos,
nosotros, esta mañana, estamos invitados a reafirmarnos en la fe y
confesar, como dice san Pablo en la segunda lectura, que Jesucristo
es nuestro “Salvador,
que destruyó la muerte e hizo brillar la vida y la inmortalidad por
medio del Evangelio”.
Palabras
estas, que ante la amenaza de una enfermedad o de cualquier otra
desgracia, nos serenan, y nos confortan.
Pero
el evangelio de la transfiguración nos dice todavía algo más.
Conviene poner nuestra atención en la exclamación de Pedro: “Señor,
qué bueno es que estemos aquí. Vamos a hacer tres tiendas…”.
La
fe cristiana es consuelo y serenidad, sí, pero no podemos quedarnos
ahí. La fe cristiana es poner los ojos fijos en Jesús; es seguir a
Jesús, seguir los pasos de Jesús. Y Jesús desconcertantemente sube
a Jerusalén y al Calvario, antes de resucitar.
Pedro
tuvo que bajar de la nube y poner los pies en la tierra. La intención
de Jesucristo al descubrirles el misterio de su divinidad no era
precisamente consolarlos, sino consolarlos para que aceptasen que Él,
Jesús, tenía que dar la vida y pasar por la cruz, para resucitar.
Nosotros
cristianos y discípulos de Jesús creemos y esperamos en el consuelo
de una vida eterna y feliz. Pero como discípulos de Jesús, nuestra
vocación y nuestra misión en este mundo y en esta sociedad, es
estar dispuestos a seguir a Jesús perseguido y crucificado, que da
la vida por los pobres, los pecadores y por todos.
Por
eso, a nosotros, sus discípulos, se nos llama a la misión de salir
hacia el prójimo y amarlo como a mí mismo, y como Cristo nos ha
amado. Es decir, que debo cuidar y salvar mi vida, sí, pero también,
debo estar dispuesto a dar la vida, si es preciso.
Esta
misión tiene muchas probabilidades de ser un camino de cruz. Pero es
el camino de Jesús, es el camino del amor, y la postre, lo sabemos
ciertamente, es el camino de la vida eterna, plena y feliz.