-Textos:
-Is
52, 13-53, 12
-Sal
30
-Heb.
4, 14-16. 5, 7-9
-Jn
18, 1-19, 42.
“Inclinó
la cabeza y entrego el espíritu”
Queridas
hermanas benedictinas:
Dos
acontecimientos importantes ocupan hoy nuestra atención espiritual.
El dolor y la preocupación por la tragedia de la pandemia del
coronavirus, y la conmemoración litúrgica de la Pasión y Muerte de
Jesucristo. No son incompatibles en orden a vivirlos con la seriedad
que merecen, todo lo contrario se complementan mutuamente.
Esta
tarde de Viernes Santo ponemos los ojos de la fe y del corazón y
miramos a Cristo Crucificado. Dejemos que nuestros sentimientos se
contagien de los sentimientos del Buen ladrón que humilde acude al
Señor; queremos tener los mismos sentimientos del apóstol San Juan
y, sobre todo, los sentimientos de María, Madre de Jesús y desde
ese momento también Madre nuestra.
Pedimos
la gracia de Dios para introducirnos en todo lo que está viviendo
nuestro Señor, Jesús, el Crucificado, y acudimos a la primera lectura, en la que el profeta Isaías nos habla del Siervo de
Yahvé, personaje que, según la interpretación común y
tradicional, es el esbozo anticipado de Jesucristo y del significado
profundo que su pasión y muerte tienen en los planes de Dios.
Ponemos
la atención especialmente en dos frases de este revelador canto: la
primera, “El soportó nuestros
sufrimientos y aguantó nuestro dolores”.
Jesús, en su pasión, soportó y asumió, no solo su propio dolor,
sino también los dolores y sufrimientos de toda la humanidad. En la
segunda frase se dice del Siervo de Yahvé, Jesús:
“Fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros
crímenes”. Es decir Jesús
asumió, no solo el dolor y el sufrimiento, sino además, los pecados
y las injusticias de toda la humanidad.
Este
acto de asumir el dolor y los pecados de la humanidad, -que Jesús
lo puede hacer porque es hombre como nosotros y a la vez Dios, como
su Padre y el Espíritu Santo-, es una buena noticia para todo el
mundo. Porque Jesucristo resucitó, y al resucitar, venció a la
muerte, al pecado, al dolor y a todas las desgracias que nos afligen
en esta vida.
Ni
el dolor, ni la muerte, ni siquiera una vida viciosa y depravada
justifican que caigamos en la desesperación. El dolor y la muerte
asumidos por Jesús crucificado, en un acto de solidaridad
inimaginable, pero cierto, han dejado abierto, para todos y para
siempre, la vía de la esperanza. El dolor y la muerte no tienen la
última palabra, la tiene Jesucristo muerto por nosotros, pero
resucitado para nuestra salvación.
Y
para terminar, una segunda consideración, Jesús afronta el problema
del mal, del sufrimiento y del pecado, desde la aceptación libre de
la voluntad de Dios y desde el amor extremo a los hombres, desde una
solidaridad que le lleva a una identificación total con el drama del
hombre en este mundo.
¿Por
qué Dios, si es bueno, permite calamidades como la pandemia del
coronavirus, y tanto dolor y tanta injusticia? “Los
caminos de Dios no son nuestros caminos”. Dios
nos responde: “Mirad al Crucificado”, “Creed en Jesús”, “Él
es el camino y la verdad y la vida”.
El amor al prójimo, la entrega generosa, la solidaridad efectiva son
las notas del camino de Jesús. El camino de Jesús es un espíritu
que debe impregnar todos los caminos y medios que el hombre, en el
ejercicio de su libertad y responsabilidad, tiene que descubrir para
colaborar con Dios y luchar contra los azotes más terribles, que
atacan contra el bien, la felicidad, la armonía y la paz de la
humanidad y de la naturaleza.
Los
gestos, muchas veces heroicos de sanitarios, y de muchos hombres y
mujeres que se arriesgan al contagio por los servicios
imprescindibles que tienen que atender, son un ejemplo concreto de
solidaridad y de entrega generosa al modo de Jesús. Ellos son
adelantados en el camino que Jesús ha marcado para liberar al mundo
del dolor y de la muerte.