-Textos:
-Hch
8, 5-8. 14-17
-Sal
65, 1-3a. 4-7a. 16. 20
-1Pe 3,
15-18
-Jn
14, 15-21
“Glorificad
en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre dispuestos para
dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”.
Queridas
hermanas benedictinas:
Sexto
domingo de Pascua, el próximo domingo celebraremos la Ascensión del
Señor a los cielos. ¿Cómo cantar un cántico de aleluya al Señor
en tiempo de pandemia?
En
el evangelio que se ha proclamado vemos a los discípulos temerosos y
tristes porque presienten que Jesús, a quien están viendo
resucitado, va a subir definitivamente al cielo y, así piensan
ellos, los va a dejar solos.
En
cierto modo también nosotros y mucha gente, ante la tragedia y el
desastre que está produciendo el coronavirus puede sentir la
sensación de que Jesús se ha ido, ha subido al cielo y nos ha
dejado solos ante el peligro. Como si Dios se hubiera desentendido de
nosotros. Algunos que ya habían abandonado la fe y todo sentimiento
religioso, quizás, estén confirmándose en su decisión, y hasta
miren con cierta conmiseración y burla a los que seguimos creyendo.
Pero
Jesucristo viene hoy a nuestro encuentro en el evangelio y nos
conforta diciendo: “Si
me amáis, guardaréis mis mandamientos. Yo pediré al Padre que os
dé otro defensor, que estará siempre con vosotros, el Espíritu de
la verdad”.
Jesús no nos deja solos en este mundo y tirados en medio de esta
desgracia actual, y de otras que suceden y pueden suceder. Él nos va
a mandar otro abogado Defensor; es el Espíritu de la Verdad. Él nos
da un corazón nuevo, que puede amar como nos ha amado el mismo
Jesús. Y desde dentro de nosotros, nos defiende y orienta en las
oscuridades y dificultades de la vida.
Y
además Jesucristo mismo, que sube al cielo, no se ausenta de
nosotros, va a permanecer con nosotros, aunque de otra manera. ¿De
qué manera? La clave está en el amor: “Al
que me ama, hemos
escuchado al final del evangelio,
le amará mi Padre, y yo también le amaré y me revelaré a él”.
Es el Espíritu Santo quien hace que podamos amar a los hermanos como
Jesucristo nos ha amado; ese amor nos hace hijos de Dios, hijos en el
Hijo Jesucristo, hijos de Dios partícipes de la vida misma de Dios,
la vida eterna.
Esta
es nuestra fe, una fe que es el amor mismo de Cristo, la fe que
predicaba Felipe en la ciudad de Samaría, que curaba enfermos y
sanaba a los desvalidos, la fe que “llenaba
de alegría la ciudad”.
Y
esta fe es la razón nuestra esperanza que debemos comunicar, como
nos exhorta San Pedro, a cuantos nos preguntan y a cuantos quedan
desconcertados ante calamidades como la que padecemos por el
coronavirus.
La
fe, la esperanza y el amor, de lo que nos hablan hoy las lecturas,
frente al drama de la pandemia, se traducen en dos actitudes
prácticas: la primera es una responsabilidad seria y coherente para
observar las normas propuestas para evitar el contagio y ahogar la
enfermedad letal que nos amenaza; la segunda es la invocación
humilde y sincera a Dios. Nos vemos frágiles, limitados e
indefensos: Que Dios ayude nuestra fragilidad, “porque
sin él no podemos hacer nada”.