domingo, 28 de junio de 2020

DOMINGO XIII T.O. (A)


-Textos:

       -2Re 8-11. 14-16ª
       -Sal 88, 16-17. 18-19
       -Ro 6, 3-4. 8-11
       -Mt 10, 37-42

El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a estos pequeños…, os digo que no perderá su recompensa”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Es familiar, sencilla y entrañable la escena que nos narra la primera lectura sobre la cordial y generosa hospitalidad con que es acogido el profeta Eliseo en una noble casa de Sunén. Y fijémonos en la frase final de esta escena: “El año, próximo, por esta época, tú estará abrazando un hijo”.

La hospitalidad sincera y generosa, queridas hermanas y queridos hermanos, produce vida. Despierta generosidad.

Vosotras, queridas hermanas, en vuestra vocación tenéis el don y el carisma de la hospitalidad: “Recibir al huésped como a Cristo”. Vosotras podéis certificar lo que estamos comentando, una hospitalidad cordial y generosa invita a corresponder, despierta cordialidad, amistad, colaboración y vida.

Pero la hospitalidad no debemos reducirla a la ocasión esporádica en que alguien nos pide posada. La hospitalidad es una disposición del corazón dispuesto permanentemente a acoger al hermano y al prójimo como a Cristo. La hospitalidad pide un corazón abierto, generoso y confiado, y también desinteresado y gratuito. Cuando el huésped, y decimos también, cuando el prójimo que viene a mi encuentro se siente acogido de verdad, sin prejuicios y a la vez descubre que quien le recibe lo recibe con el corazón abierto y dispuesto a ayudarle, en la medida de sus posibilidades, en lo que el visitante necesita, el hermano o el prójimo que nos visita, queda tocado. Afectado, y se siente a su vez impulsado a corresponder también con el mismo amor, generosidad y confianza.

Esta hospitalidad, como hemos visto en la primera lectura, produce vida, amistad, fraternidad y comunión.

Algunos diréis que ahora la sociedad y la mentalidad también han cambiado y los encuentros y las visitas están basados más en el interés económico u otro tipo de intereses. Sin embargo, los humanos seguimos siendo humanos y seguimos albergando en el corazón esa fuente de amor y de gratuidad que es feliz al dar y al corresponder a lo recibido.

Es muy oportuna la Palabra de Dios que este domingo hemos escuchado, porque, aunque el coronavirus se ha encargado de limitar más de la cuenta las posibilidades de visitas y encuentros personales en este tiempo de verano y vacacional, siempre es válido, y quizás ahora más que en otras circunstancia, cultivar estas relaciones y encuentros personales de hospitalidad, para aliviar tanto el peso como el miedo al coronavirus que otea sobre nuestras cabezas.

Pero hay más, y permitidme el último comentario: al final del evangelio, Jesús dice explícitamente: -“El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a estos pequeños…, os digo que no perderá su recompensa”.

Estos “pequeños” son los que llaman a nuestra puerta y nos anuncian a Jesús o con su ejemplo o con su mensaje. Pero conviene que tengamos en cuenta que hoy todos somos a un tiempo huéspedes y anfitriones. Huéspedes peregrinos que damos testimonio humilde y respetuoso de nuestra fe, y anfitriones acogedores que compartimos nuestros bienes y nuestra fe con quien nos necesita.


domingo, 21 de junio de 2020

DOMINGO XII T.O.



-Textos:

       -Je 20, 10-13
       -Sal 68, 8-10. 14 y 17. 33-35
       -Ro 5, 12-15
       -Mt 10, 26-33

No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma… Hasta los cabellos de vuestra cabeza tenéis contados”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

El evangelio de este domingo y también la primera lectura nos sitúan en un contexto de persecución religiosa. Algunos podéis pensar que aquí en nuestra tierra, en España y en el mundo occidental no tenemos ese contexto y, por lo tanto, no vemos que la palabra de Dios de este domingo tenga mucha aplicación para nosotros.

Pero, en primer lugar, somos cristianos católicos, y somos familia de mártires. Sabemos que en varios países del mundo los cristianos están perseguidos, amenazados y martirizados por su fe. Ellos continuamente viven bajo la amenaza de muerte y continuamente nos dan ejemplo de superar ese miedo. No los podemos olvidar.

Pero, además, también, en nuestros países occidentales tan desarrollados materialmente, somos tentados por el miedo a la hora de dar testimonio de nuestra fe cristiana.

Esta sociedad nuestra, que tiene tantos valores positivos, tiene otros muchos negativos y contrarios al evangelio de Jesús y a las enseñanzas de la Iglesia. Hay un modo de pensar, sentir y hablar, que choca frontalmente con los valores evangélicos y cristianos. Por ejemplo: El derecho y respeto a la vida desde la concepción hasta el fallecimiento; la ayuda eficaz a las personas mayores o enfermos irreversibles, que ocasionan muchos gastos a la sociedad y no aportan beneficio económico; un ritmo de vida ostentoso y de consumo sin control, por encima de las posibilidades económicas reales; un no salirse en las conversaciones y tertulias de lo que se dice “políticamente correcto”, para no desentonar…

Estos y otros modos de pensar, de sentir y de vivir nos crean un clima que, por un lado desafía nuestra fe cristiana y compromete nuestro testimonio y por otro, lo descalifica y a nosotros nos amenaza con la condena y la exclusión social.

Este clima hostil, no es literalmente una persecución religiosa, pero es realmente un desafío y una presión moral que genera sutilmente coacción y miedo para expresarnos libremente y cumplir con la misión de evangelizar.

Ante esta situación sí que tienen sentido las palabras de Jesús en el evangelio de hoy: “No tengáis miedo a los hombresNo tengáis miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma… Y luego en positivo, una invitación a la confianza en Dios: “Hasta los cabellos de vuestra cabeza tenéis contados”.

Esta llamada a la confianza en Dios es también una buena recomendación para el miedo que nos induce la amenaza del coronavirus. Hoy finaliza la situación social de alarma, que por el bien común ha impuesto el gobierno de la nación. El cese de la norma política debemos entenderla como una apelación a la responsabilidad. Primero de todo, como creyentes debemos confiar en Dios. Pero la confianza en Dios no es un salvoconducto para liberarnos de las reglas y normas de prudencia. La confianza en Dios ha de reforzar nuestro sentido de responsabilidad. Responsabilidad para cuidar de nuestra salud, y también para cuidar y ayudar a la salud de los demás. 

La liberación de normas externas políticas, ha de remitirnos a reforzar nuestra responsabilidad personal, y a asumir normas que nuestra conciencia y nuestro sentido común nos aconsejan y nos obligan en bien nuestro y en bien de nuestros prójimos.

Y el mejor antídoto contra el miedo la gracia y la fuerza de la eucaristía.

domingo, 14 de junio de 2020

FESTIVIDAD DE CORPUS CHRISTI


-Textos:

       -Dt. 8, 2-3. 14b-16a
       -Sal 147, 12-15. 19-20
       -1Co 10, 16-17
       -Jn 6, 51-58

Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos de un mismo pan”. “El que coma de este pan vivirá para siempre”.

Queridas hermanas benedictinas:

Hoy domingo y fiesta solemne del Cuerpo y la Sangre del Señor, el “Corpus Christi”. La Iglesia, y el pueblo cristiano, contando con las limitaciones especiales que tenemos a causa de la pandemia, celebramos con fe y alegría esta fiesta.

Hoy os invito especialmente a dar gracias a Dios. La eucaristía es el gran regalo que Dios nos hace a los seguidores de Jesús, a toda la humanidad y al cosmos entero.

Dios, en el Hijo, se hizo hombre para salvar a los hombres, y no le bastó este gesto de amor infinito; nació pobre en Belén para redimir a los pobres, y no le bastó; se hizo bautizar como pecador en el Jordán para liberarnos del pecado, y no le bastó; se acercó a los enfermos y desvalidos para curarlos, y no le bastó; murió por nosotros para librarnos del pecado y, sorprendeos, no le bastó; y, locura del amor divino, se hizo eucaristía, comida y alimento, para darnos vida eterna.

La eucaristía es, ciertamente la manifestación suprema del amor de Dios a los hombres; reúne en sí misma, como dice el concilio Vaticano II, todo el bien espiritual de la Iglesia: Cristo Jesús, nuestra Pascua.

Por eso, la respuesta espontánea que brota de un corazón creyente es la acción de gracias a Dios por el bien que nos hace.

La eucaristía, dice el papa Francisco, alegra el corazón de la Iglesia, porque la Iglesia sabe que la eucaristía cumple de manera espléndida la promesa de Jesús: “Yo estaré siempre con vosotros hasta el fin de los siglos”.

La eucaristía alimento para el camino de la vida, como fue el maná para los israelita que salieron de Egipto en busca de la tierra prometida; la eucaristía, misterio admirable de comunión con Jesucristo, participación en su vida vencedora de la muerte, y por él con él y en él misterio de alabanza y de comunión con Dios Padre en el Espíritu Santo.

Pero, hay más: Tomemos nota de la enseñanza de San Pablo en la segunda lectura: -“Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos de un mismo pan”.

La eucaristía establece la unión entre los creyentes, al comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor nos hace hermanos y miembros de una familia, que participa de la misma vida y de los mismos sentimientos de Cristo Jesús: una misma fe, una misma esperanza, un mismo amor. Nos hace Pueblo de Dios, Iglesia santa, miembros del Cuerpo místico de Cristo. Y consecuentemente, un mismo proyecto de vida: trabajar por el Reino de Dios, viviendo y proponiendo el evangelio de Jesús, la palabra de Dios, los mandamientos, las bienaventuranzas, los sacramentos, la oración, para dar testimonio y anunciar el evangelio a todas las gentes.

La eucaristía, hermanas, máxima manifestación del amor de Dios en Cristo, y máxima fuente de energía para vivir la vida de fe con alegría y comunicarla a todos nuestros prójimos.


domingo, 7 de junio de 2020

DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD


-Textos:

       -Ex 34, 4b-6. 8-9
       -Sal Dan 3, 52ac.54a-55ª. 56ª
       -2Co 13, 11-13
       -Jn 3, 16-18

Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. “Con María en el corazón de la Iglesia”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Celebramos en este domingo la solemne fiesta de la Santísima Trinidad. Misterio de fe, sí, pero misterio de amor. El prefacio que entonaremos en la misa dice: “Es nuestro deber y salvación darte gracias siempre, Señor, Padre santo, Dios todopoderosos y eterno. Que con tu Hijo y el Espíritu Santo eres un solo Dios y un solo Señor, no una sola persona, sino tres personas en una sola naturaleza”.

En vez de tratar de comprender a Dios con la cabeza, lo mejor es abrir el corazón a la fe, y orar, escuchar la Palabra de Dios, que él mismo nos ha revelado en la Biblia.

Ponernos en oración, y abrir la biblia o los evangelios y dejar que palabras como las que se nos ha proclamado en las lecturas de hoy, nos vayan penetrando poco a poco en el corazón. San Pablo nos ha dicho, por ejemplo: “La gracia del Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu santo esté siempre con vosotros”; o las preciosas palabras tan conocidas del evangelio: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca… Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”. Leer y escuchar, y repetir suavemente dejando que resuenen dentro. Esta es una excelente vía para penetrar en el misterio de Dios-Trinidad y beneficiarnos de él.

Pero este domingo celebramos también la “Jornada “pro orantibus”, es decir, en favor de los monjes y las monjas, y en general de las vocaciones contemplativas. Acordarnos de ellas, pedir por ellas y agradecerles el bien que nos hacen y aportan a la Iglesia.

El lema de la jornada para este año dice así: “Con María, en el corazón de la Iglesia”. ¿Cuál es el corazón de la Iglesia? El amor, el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos y, mejor aún, como Jesucristo nos ha amado es la fuente de energía que impulsa y alimenta toda la inmensa actividad misionera de la Iglesia. Los contemplativos y las contemplativas, en el corazón de la Iglesia que es amor y con María, la Virgen, que ama a Dios en su Hijo Jesucristo, y a los hijos de Dios con corazón de madre, los monjes y las monjas, digo, son para la Iglesia y para el mundo indicadores luminosos que señalan que el amor es el grito y la aspiración más profunda de nuestro ser, la vocación más genuina del corazón humano. No todo amor nos hace felices, pero amar a Dios sobre todas las cosas, y al prójimo como a nosotros mismos, y, mejor aún, amar siempre como Jesucristo nos ha amado nos conduce a nuestro propio hogar, a nuestra verdadera patria. Este es el mensaje y el favor más grande que recibimos de los contemplativos, hermanos nuestros en la fe.

Haremos bien en conocerlos, pedir que el Señor los bendiga con la fidelidad a la vocación y vocaciones que den continuidad a la misión tan importante que cumplen en nuestra Iglesia.