-Textos:
-2Re
8-11. 14-16ª
-Sal
88, 16-17. 18-19
-Ro
6, 3-4. 8-11
-Mt
10, 37-42
“El
que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a
estos pequeños…, os digo que no perderá su recompensa”.
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Es
familiar, sencilla y entrañable la escena que nos narra la primera
lectura sobre la cordial y generosa hospitalidad con que es acogido
el profeta Eliseo en una noble casa de Sunén. Y fijémonos en la
frase final de esta escena: “El
año, próximo, por esta época, tú estará abrazando un hijo”.
La
hospitalidad sincera y generosa, queridas hermanas y queridos
hermanos, produce vida. Despierta generosidad.
Vosotras,
queridas hermanas, en vuestra vocación tenéis el don y el carisma
de la hospitalidad: “Recibir
al huésped como a Cristo”.
Vosotras podéis certificar lo que estamos comentando, una
hospitalidad cordial y generosa invita a corresponder, despierta
cordialidad, amistad, colaboración y vida.
Pero
la hospitalidad no debemos reducirla a la ocasión esporádica en
que alguien nos pide posada. La hospitalidad es una disposición del
corazón dispuesto permanentemente a acoger al hermano y al prójimo
como a Cristo. La hospitalidad pide un corazón abierto, generoso y
confiado, y también desinteresado y gratuito. Cuando el huésped, y
decimos también, cuando el prójimo que viene a mi encuentro se
siente acogido de verdad, sin prejuicios y a la vez descubre que
quien le recibe lo recibe con el corazón abierto y dispuesto a
ayudarle, en la medida de sus posibilidades, en lo que el visitante
necesita, el hermano o el prójimo que nos visita, queda tocado.
Afectado, y se siente a su vez impulsado a corresponder también con
el mismo amor, generosidad y confianza.
Esta
hospitalidad, como hemos visto en la primera lectura, produce vida,
amistad, fraternidad y comunión.
Algunos
diréis que ahora la sociedad y la mentalidad también han cambiado y
los encuentros y las visitas están basados más en el interés
económico u otro tipo de intereses. Sin embargo, los humanos
seguimos siendo humanos y seguimos albergando en el corazón esa
fuente de amor y de gratuidad que es feliz al dar y al corresponder a
lo recibido.
Es
muy oportuna la Palabra de Dios que este domingo hemos escuchado,
porque, aunque el coronavirus se ha encargado de limitar más de la
cuenta las posibilidades de visitas y encuentros personales en este
tiempo de verano y vacacional, siempre es válido, y quizás ahora
más que en otras circunstancia, cultivar estas relaciones y
encuentros personales de hospitalidad, para aliviar tanto el peso
como el miedo al coronavirus que otea sobre nuestras cabezas.
Pero
hay más, y permitidme el último comentario: al final del evangelio,
Jesús dice explícitamente: -“El
que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a
estos pequeños…, os digo que no perderá su recompensa”.
Estos
“pequeños” son los que llaman a nuestra puerta y nos anuncian a
Jesús o con su ejemplo o con su mensaje. Pero conviene que tengamos
en cuenta que hoy todos somos a un tiempo huéspedes y anfitriones.
Huéspedes peregrinos que damos testimonio humilde y respetuoso de
nuestra fe, y anfitriones acogedores que compartimos nuestros bienes
y nuestra fe con quien nos necesita.