domingo, 26 de julio de 2020

DOMINGO XVII T.O. (A)


-Textos:

       -1Re 3, 5. 7-12
       -Sal 118, 57 y 72. 76-77. 127-130
       -Ro 8, 28-30
       -Mt 13, 44-52

El reino de los cielos se parece a un tesoro…”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¿Qué es el Reino de Dios? Jesucristo habla muchas veces de Reino de Dios, es el hilo conductor de su predicación a lo largos de sus tres años de vida pública.

¿En qué consiste el Reino de Dios? ¿Lo hemos descubierto nosotros? ¿Nos intriga saber qué nos ofrece Jesucristo cuando nos anuncia el Reino de Dios?

Si tenemos que decirlo en una palabra, decimos: El Reino de Dios es Jesucristo mismo.

Dios que nos ama infinitamente, que nos creó por amor, que cuando nos ve pecadores, se deja llevar de su misericordia, piensa en nosotros y nos regala un regalo divino, un tesoro, una perla preciosa; nos regala lo más valioso que tiene él como Dios, lo más querido para él, nos regala a su propio Hijo único.

Su Hijo, segunda persona de la Santísima Trinidad, lo mejor que tiene; no tiene más, es el Verbo de Dios, que se encarna, se hace hombre como nosotros, Jesucristo.

El, nos ama como su Padre, nos ama hasta dar la vida por nosotros. Da la vida por nosotros, para que nosotros podamos amar como él nos ama. No solo como puede amar nuestro corazón natural, sino como ama y nos ama Jesús mismo, Dios mismo.

Porque podemos amar como ama Jesucristo, podemos perdonar setenta veces siete, y podemos amar al enemigo, y reconciliarnos entre hermanos, y arriesgar la vida por atender a enfermos del coronavirus.

El Reino de Dios es Jesucristo, es una fuente divina, una catarata de amor divino que ha irrumpido en el mundo; una perla, un tesoro, dice el mismo Jesús. Está ahí, está aquí, a nuestro alcance, para que lo descubramos y lo pongamos como el primer valor de nuestra vida.

Ayer celebrábamos la fiesta de Santiago: él murió mártir porque había descubierto en Jesucristo, el Reino de Dios. Después de él muchos mártires en la historia de la Iglesia han dado la vida por el Reino de Dios; y muchos santos místicos: santa Teresa, san Juan de la Cruz, santa Hildegarda... Todos ellos han encontrado el Reino de Dios; y vivirlo, les ha llevado a la santidad. Y los misioneros y misioneras que se han desparramado por Hispanoamérica, y por África… Todos, descubrieron el Reino de Dios y vendieron todo, y desgastaron y dieron la vida por anunciarlo.

Y ellos, nos lo han dicho, han visto claro que merece la pena.

Ante el ejemplo de estos cristianos, hermanos nuestros, ante la palabra del evangelio que estamos comentando, podemos preguntarnos: ¿Cuál es mi mayor tesoro? ¿Qué tengo en la cumbre de mis ilusiones, de mis deseos y proyectos? ¿No estaré descuidando y perdiendo la mejor oportunidad de mi vida? ¿Sé amar? ¿Quién es Jesucristo para mí?

Luego, antes de la comunión, en el padrenuestro, vamos a decir “Venga a nosotros tu Reino, Señor”.

domingo, 19 de julio de 2020

DOMINGO XVI T.O.


-Textos:

       -Sab 12, 13. 16-19
       -Sal 85, 5-6. 9-10. 15-16ª
       -Ro 8, 26-27
       -Mt 13, 24-43

Dejadlos crecer juntos hasta la siega”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Pienso que, todos nosotros en algún momento nos vemos tentados del desaliento observando cómo, además del covid 19, existe también un virus espiritual que invade el mundo; sobre todo, la sociedad occidental, que hasta ahora decíamos cristina, Europa, América. Un virus de increencia y paganismo, que ahoga el sentido de Dios y de la trascendencia, y aparta de la práctica religiosa y de la pertenencia a la Iglesia. Un virus que se mueve en el caldo de cultivo de la fe en la ciencia, en la técnica, se alimenta del individualismo e intenta conformarse con vivir de tejas a bajo, sin pensar en la muerte ni en la vida eterna.

Ante esta situación puede que hayamos dicho alguna vez al Señor: ¿Por qué consientes todo esto, por qué no das lugar a que todo el mundo reconozca lo bueno que es vivir conforme a la voluntad de Dios y conforme al evangelio, amando a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos?

Jesucristo nos habla hoy de la mala yerba que siembra el enemigo, el diablo, en medio de la buena semilla del evangelio. Y dice incomprensiblemente para nosotros: -“Dejadlos crecer juntos hasta la siega”.

La cizaña, cuando es todavía hierba, es muy difícil distinguirla del trigo. Jesucristo tiene un cuidado especial de sus discípulos que creemos en él y en el proyecto del Reino de Dios que él nos ha propuesto. Jesucristo no quiere que se pierda ninguno de los hijos de Dios, que, por creer en el Reino, llevamos dentro la semilla de la vida eterna.

Pero su pensamiento va más lejos. En la primera lectura hemos escuchado una frase que nos ayuda a entender las palabras de Jesús: “Tu señorío, Señor, te hace ser indulgente con todos”. Esta consideración nos lleva a otra palabra que encontramos en la segunda Carta de san Pedro. Dice la carta: No olvidéis una cosa, queridos míos, que para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda, sino que todos puedan acceder a la conversión” (2Pe 3, 8-10).

Ya vemos, queridos hermanos y hermanas: Todos llevamos en el corazón, mezclada, en una dosis o en otra, la buena y la mala semilla. Y el Señor con todos tiene paciencia, y a todos nos da tiempo para que nos convirtamos.

Luego, después de la consagración, cuando el sacerdote diga “Este es el sacramento de nuestra fe”, responderemos: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor, Jesús”. “Ven, Señor, Jesús”. Que Jesús, en ese momento, nos encuentre a todos convertidos.


domingo, 12 de julio de 2020

DOMINGO XV T.O. (A)


-Textos:

       -Is 55, 10-11
       -Sal 64, 10-14
       -Ro 8, 18-23
       -Mt 13, 1-23

Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo…, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

El evangelio de hoy nos habla de la parábola del Sembrador, que esparce la semilla. Al llegar a misa hemos podido constatar cómo los agricultores de la zona están recogiendo la cosecha que sembraron allí por los meses anteriores a la Navidad. Tendremos que hablar con ellos para que nos digan cuánto ha producido la siembra que hace meses realizaron.

De las muchas consideraciones que pueden comentarse desde esta parábola tan sugerente permitidme que subraye una sola. La eficacia de la semilla sembrada. Ya hemos escuchado: cuando la semilla cae en terrenos poco favorables para crecer, ella trabaja por brotar y medrar, aunque no lo consiga. Pero cuando cae en tierra buena, la semilla es sumamente agradecida y fecunda, y llega a producir el treinta, el sesenta y hasta el ciento por uno.

La semilla simboliza, como sabemos todos, a la Palabra de Dios. Y mirad que bellamente nos ha hablado el profeta Isaías de la eficacia de la Palabra de Dios: “Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá vacía sino que cumplirá mi deseo y llevará a cabo mi encargo”. No puede ser más clara y persuasiva.

El Concilio Vaticano II, habla también de Palabra de Dios, y nos revela el porqué de su importancia: Dice el concilio: “Cristo está presente en su Palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla”. Cuando se lee la Sagrada Escritura, el Antiguo testamento, el Nuevo Testamento y, especialmente los evangelios, es Cristo quien nos habla, porque es Cristo quien se hace presente en esas lecturas que escuchamos.

Queridas hermanas y queridos hermanos todos: Cristo está realmente presente en las especies eucarísticas, y Cristo nos habla realmente en la Palabra de la Escritura leída y escuchada en su nombre. Los entendidos hablan de la “mesa de la Palabra” (el ambón o púlpito) y de la “mesa de la eucaristía” (el altar). Dos mesas diferentes, pero de muy parecida importancia y eficacia.

Si no escuchamos y no meditamos y no estudiamos la Palabra de Dios, podemos llegar a confundir el Evangelio de Jesús y el Credo de la Iglesia como una religión entre otras o una ideología más de las que circulan por el mundo.

Si de verdad deseamos y hambreamos un encuentro personal vivo y convincente con Jesucristo, necesitamos escuchar y meditar la Palabra de Dios. No podríamos apreciar el tesoro de amor que encierra la eucaristía, si no escuchamos lo que Jesucristo, y en general toda la Escritura, nos enseñan sobre la eucaristía.

Retengamos encarecidamente lo que hemos escuchado en la primera lectura: -“Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo…, así será mi palabra que sale de mi boca: no volverá a mí vacía”.




domingo, 5 de julio de 2020

DOMINGO XIV T.O.(A)


-Textos:

       -Za 9, 9-10
       -Sal 144, 1-2. 8-11. 13cd-14
       -Ro 8, 9. 11-13
       -Mt 11, 25-30

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Hemos comenzado este verano tan especial, trastornado y condicionado tan decisivamente por el “covid 19”. Las vacaciones que pensamos hacer, las vacaciones que no podemos hacer, los sanfermines y fiestas populares que se suspenden; la angustia de las empresas, particularmente las más pequeñas, sobre si podrán o no podrán resistir sin cerrar, los trabajadores temerosos de quedar despedidos, o que no acaban de percibir los “ertes” prometidos; en un ámbito más personal, la incomodidad de la mascarilla, y de otras normas que entorpecen la convivencia social, el miedo inevitable a contraer el virus tan dañino, y especialmente, la angustia de no saber cuándo va a terminar esta situación y en qué condiciones vamos a quedar, si por fin salimos.

Y hoy, a cuantos tenemos la gracia de participar en esta eucaristía dominical nos sorprende esta palabra oportuna de Jesús, nuestro Señor:

Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.

Palabras de Jesús sinceras y creíbles. Porque atended quién es Jesús: “Todo me ha sido entregado por mi Padre…, nadie conoce al Padre, sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar”. Este es Jesús; mirad si no merece que creamos sus palabras.

Y este Jesús nos dice a todos los que hemos comenzado a desgranar los días de este verano tan singular: “-Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.

Pero, ¿cómo nos puede aliviar Jesús? A mí, decimos, me aliviaría si me diera la paga que me han prometido los políticos, o si me garantizase que no iba a contraer el coronavirus, o que a la vuelta de vacaciones iba a encontrar los colegios y las fábricas funcionando.

Queridas hermanas y queridos hermanos todos: la ayuda de Jesús es cierta; si contamos con él y la pedimos con fe. Pero esta ayuda del Señor opera en nosotros a un nivel real, pero distinto del nivel de soluciones que nosotros los humanos tenemos que buscar con responsabilidad.

Quizás nos ilumine algo esta comparación: La ayuda de Jesús es como esas aguas que dicen freáticas, que discurren subterráneas sobre una capa de tierra impermeable, pero que al mismo tiempo van impregnando de humedad las tierras superficiales, de manera que las raíces de las plantas sembradas en la superficie alcanza la humedad que les viene desde abajo.

Jesús, si creemos en él y le pedimos con fe, riega con el poder de su gracia, nuestro ánimo quizás triste y abatido, a causa de unas circunstancias difíciles y dolorosas que estamos viviendo, sea por el maléfico virus que nos puede enfermar, o por otras circunstancias. Jesucristo hoy como siempre, sin suplantar nuestra libertad y responsabilidad, nos puede ayudar, y nos ayuda, en cualquier circunstancia de la vida.

Creamos en él. Es verdad lo que esta mañana hemos escuchado de sus labios: “-Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré”.