-Textos:
-Eclo.
27, 30- 28, 7
-Sal
102, 1b-4. 9-12
-Ro,
14, 7-9
-Mt
18, 21-35
“No
te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”.
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
El
perdón de las ofensas es uno de los pilares fundamentales que
sostienen la vida de la comunidad cristiana, una de las prácticas
que la caracterizan y también uno de los gestos más impactantes
para llamar a conversión a los no bautizados.
Jesucristo
es extraordinariamente claro y radical al proponer a sus seguidores
la norma sobre el perdón. Pedro pregunta: “Si
mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta
siete veces? Jesús le contesta: No te digo hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete”.
Es decir, siempre; en todo momento, en toda circunstancia y en toda
situación.
Nosotros
no podemos menos que pensar: “Qué difícil; imposible”. Pero
Jesús considera que lo podemos hacer. Jesús siempre, si nos pide
algo, a la vez, nos ofrece la gracia y la fuerza suficiente para que
podemos llevarlo a cabo y cumplirlo.
¿Cómo
podemos llegar a perdonar siempre que nos ofenden? La sabiduría de
la Iglesia nos da un consejo muy importante, es este: Recordar y
reconocer que nosotros, cada uno de nosotros, hemos sido una y mil
veces perdonados por Dios.
Yo
que soy una pequeña y frágil criatura, yo que he recibido el don de
la vida, el don de la fe…, yo muchas veces he ofendido a Dios, he
actuado a sabiendas contra mi propia conciencia, me he dejado llevar
de la pasión, no he dominado mi temperamento, he hecho sufrir
incluso a las personas que más quiero. Yo soy un deudor insolvente,
como el criado de la parábola, porque no puedo pagar a Dios tanto
descaro y menosprecio.
Pero
Dios mismo, en muchas ocasiones, como el padre del hijo prodigo, ha
venido a mi encuentro. Y yo, sorprendido por la acogida que me
ofrece, he confesado mi pecado y he pedido perdón. Y Dios me ha
perdonado.
Esta
es la primera enseñanza que se desprende de la parábola que Jesús
nos ha propuesto en el evangelio.
Si
repasamos nuestra historia, bien podemos decir: Para mí, Dios tiene
un nombre: Dios es, “El que siempre perdona”. Y yo ante Dios y
ante mí mismo tengo también un nombre: Yo soy “El siempre
perdonado”. Sí, ese es mi nombre “El siempre perdonado o
perdonada”, porque he experimentado cientos de veces el perdón de
Dios.
No
sé, hermanos y hermanas, si todos tenemos esta buena costumbre:
antes de dar vueltas y vueltas a mi cabeza y a mis sentimientos
considerando si mi hermano o mi prójimo merece mi perdón, antes de
eso, mirarme a mí mismo y pensar cómo y hasta qué punto he sido
amado, amada de Dios. La vida, la salud, la familia, la fe en Dios
amor, la esperanza de una vida eterna; y en concreto, las veces que
en el sacramento de la penitencia he acudido y he recibido el perdón…
Sí, yo que me veo en el trance y la duda de perdonar o no perdonar,
yo soy “El mil-veces perdonado”, el que ha recibido setenta veces
el perdón de Dios.
Sí,
acojamos los consejos de la sabiduría de nuestra madre Iglesia:
Para
poder llegar a perdonar siempre: el mejor reconstituyente mirarnos a
nosotros, y humildes y sinceros, sentirnos nosotros mismos
necesitados de perdón.
Veréis,
veremos, que así, el Señor nos da fuerza para perdonar ¡siempre!
como él nos ha perdonado.
Ahora comprendemos mejor lo que
rezamos en el padrenuestro, que rezaremos antes de la comunión:
“Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos
ofenden”.