domingo, 1 de noviembre de 2020

FIESTA DE TODOS LOS SANTOS, DOMINGO XXXI

-Textos:

       -Ap 7, 2-4. 9-14

       -Sal 23, 1-6

       -1 Jn 3, 1-3

       -Mt 5, 1-12ª

Apareció en la visión una muchedumbre inmensa que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua de pie delante del trono y del Cordero”.

Innumerables, muchedumbre inmensa…, son muchísimos los salvados, que gozan de Dios en el cielo.

Este dato es Palabra de Dios, es verdad. La Iglesia de Jesús, de la que somos miembros, lo creemos y lo sabemos con toda certeza. Los salvados son muchedumbre, innumerable, incontable. No solo los santos de altar, sino tantos y tantos desconocidos, santos de nuestras familias, santos del portal de al lado, como dice nuestro papa Francisco; no han salido en los periódicos, han luchado por la vida, han pecado quizás, pero se han arrepentido, han sido buenos y han hecho el bien, han llegado al cielo, gozan de Dios y con Dios, felices para siempre.

Este dato nos llena de confianza: Eran como nosotros y se han salvado, nosotros también podemos salvarnos y alcanzar la felicidad que tanto buscamos.

Pero han sido salvados gracias al Cordero de Dios, nos dice el Apocalipsis, a Jesucristo que en el altar de la cruz fue sacrificado, y voluntariamente murió por nosotros. Su obra tiene valor infinito porque es Hijo de Dios, Dios con el Padre y el Espíritu Santo.

Por eso nuestra esperanza está bien fundada. Nosotros no tenemos fuerzas suficientes, pero si creemos de verdad en Jesucristo, él nos salva. “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; sin mí no podéis hacer nada”. Pero con Jesús y gracias a Jesús, lo podemos todo; podemos ciertamente alcanzar la salvación eterna y llegar al cielo.

En el plan de Dios sobre el mundo y la humanidad todos estamos destinado a alcanzar la felicidad de los santos. Todos tenemos vocación a la santidad. Lo dijo en su día el Vaticano II: “Todos en la Iglesia están llamados a la santidad, según las palabras del apóstol: “Lo que Dios quiere de vosotros es que seáis santos” (LG 39).

Ya nosotros, en el bautismo recibimos semillas de santidad, porque somos hijos adoptivos de Dios, y participamos de la vida del Hijo de Dios, Jesucristo. “Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!, hemos escuchado en la segunda lectura.

Por lo tanto, si estamos llamados a la santidad, caminemos por el camino de los santos; si somos hijos de Dios, vivamos conforme a nuestra vocación de hijos.

¿Qué tenemos que hacer?

Primero, cumplir los mandamientos: “Amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos”; Segundo, seguir por el camino de los santos, las bienaventuranzas: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos; dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedará saciados; dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios, dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan… por mis causa”; tercero, poner en práctica aquellas acciones de las que vamos a ser juzgados: “Porque tuve hambre y me distéis de comer, tuve sed y me distéis de beber, fui forastero, emigrante, y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis”.

Hermanos y hermanas:

Fiesta de Todos los Santos, de los que están en el cielo gozando de Dios, y fiesta nuestra, de nosotros, que peregrinamos en la tierra, y que somos santos en proceso de santificación.

¡Podemos ser santos! ¡Seamos santos!

El cielo nos espera, y la tierra, este valle de lágrimas, también.