-Textos:
-Ap 11, 19; 12, 1. 3-6a. 10ab
-Sal 44, 10-12. 16
-1 Co 15, 20-27
-Lc 1, 39-56
“Un gran signo apareció en el cielo: una
mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de estrellas sobre
su cabeza!
Este imaginativo y deslumbrante retrato de una
mujer la Iglesia lo ha referido desde siempre a la Iglesia, también a la Virgen
María. Hoy lo atribuimos de muy buena gana
a la Virgen María, en su misterio de su Asunción en Cuerpo y alma a los
cielos.
Fiesta gozosa, porque es fiesta de María, nuestra
Madre del cielo, y fiesta muy oportuna y conveniente para nosotros, porque nos
hace pensar en el sentido de nuestra vida y en la meta final de nuestra
existencia.
María en la
encarnación, María en Belén, María en el Calvario. María tan vinculada a su
Hijo durante toda la vida, tenía también que ser asociada a su resurrección y
participar de su victoria. Por eso, María, al terminar su camino en esta tierra
fue elevada en cuerpo y alma al cielo.
Hoy es también
una fiesta para nosotros, una fiesta nuestra. Porque el destino, al que ha
llegado nuestra Madre la Virgen es nuestro destino.
Hemos escuchado
en la segunda lectura: “Cristo ha
resucitado de entre los muertos y es primicia
de los que han muerto”. Por Cristo Resucitado María sube a los
cielos, por Cristo resucitado nosotros somos destinados al cielo, a gozar con
Dios y los santos.
Esto es el
cielo, no pensemos en un lugar geográfico, el cielo es una vida plena de amistad compartida con Dios y con los santos. Y la
vida que se comparte es la vida misma de Dios, vida divina de amor infinito.
En nuestra
sociedad hay mucha gente que no quiere pensar en la muerte, ni plantearse el
interrogante del más allá. ¿Es por miedo? Mucha gente decide vivir solo de
tejas a bajo, asegurar vivir en este mundo el mayor tiempo posible y de la
manera más placentera posible. Se niegan a hacerse interrogantes que afloran
inevitablemente en la conciencia: ¿de dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Hay algo
después de la muerte?; se niegan a reconocer la vocación de eternidad que tiene
el amor humano verdadero, y se olvidan de dar gracias a Dios por la vida buena
que viven y que la disfrutan gracias a Dios, porque ellos, si son sinceros, han
de reconocer, que no la pueden asegurar del todo.
En una sociedad
así La Virgen María, la Virgen de la Asunción, rasga el horizonte corto y
estrecho de este aferrarse a solo lo que se ve y se palpa, pero que se agota y se muere, y nos abre de par en
par un cielo de esperanza.
Un cielo, como
dice el Apocalipsis:
“Luego
vi un cielo nuevo y una tierra nueva -
porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe
ya. Y vi la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a
Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo. Y oí una fuerte voz
que decía desde el trono: “Esta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su
morada entre ellos y ellos serán su pueblo y Él, Dios-con-ellos, será su Dios.
Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni
gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21, 1-4).