-Textos:
-Gn 2, 18-24
-Sal 127, 1b-6
-Heb 2, 9-11
-Mc 19, 2-16
“Lo que Dios ha
unido que no lo separe el hombre”
Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos
todos:
En el evangelio que acabamos de escuchar vemos que
los fariseos intentan buscar pruebas para acusar a Jesús. Le hacen una pregunta
que le obligue a pronunciarse a favor o en contra de la ley de Moisés, sobre un
asunto tan discutido entonces como ahora: “¿Le
es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?”.
Jesús en su respuesta se remonta al momento mismo en
que Dios crea el matrimonio: “Por eso
abandonará el hombre a su padre y a su
madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”
Y concluye de manera contundente: “Lo que Dios ha unido que no lo separe el
hombre”. Luego, dirigiéndose a sus discípulos, saca las consecuencias: “Si uno se divorcia de su mujer y se casa
con otra, comete adulterio comete adulterio contra la primera. Y si ella se
divorcia de su marido y se casa con otro, comete adulterio”.
Dios ha creado el matrimonio, fundado en el amor y
en la fidelidad: Uno con una, para siempre, por amor y con voluntad de tener
hijos. Jesucristo ratifica este proyecto y además lo hacer posible.
Este proyecto de Dios sobre el matrimonio es una
vocación inscrita en el corazón humano. Casarse, prometerse un sí para siempre,
fundar una familia, es el sueño de todo corazón humano; tratar de
realizarlo hace felices a las personas y
garantiza la estabilidad y la prosperidad de la comunidad humana. ¡Cuánto bien
reportan a los individuos, a la sociedad y a la Iglesia los matrimonios fieles
y las parejas estables!
Pero este proyecto de vida matrimonial no es fácil.
Supone madurez personal, capacidad de sacrificarse por el bien del otro y de
los hijos, saber ser felices haciendo felices a los demás.
Es difícil, y más difícil aún en estos tiempos,
cuando este proyecto de Dios, tan decisivo para la felicidad del matrimonio y
de la familia y tan importante para el bien común de la sociedad, ha quedado
desprotegido por las leyes civiles, vapuleado por una propaganda frívola y
consumista; a merced solamente de la buena voluntad de las parejas y, en muchos casos, asentado
solamente en la fragilidad de unos sentimientos que no alcanzan la hondura del
amor verdadero.
Jesucristo ha venido a hacer posible y realizable lo
que es tan difícil. Jesucristo no sólo
confirma las exigencias propias del matrimonio tal como lo ha diseñado
Dios creador, sino que proporciona la gracia y los medios para poder cumplir
con esas exigencias.
El bautismo y la confirmación, que nos comunican el
Espíritu Santo, la escucha de la palabra y la eucaristía que alimentan nuestra
fe, el sacramento del matrimonio, que nos comunica aquel amor esponsal con el
que Cristo ama a la Iglesia, el
sacramento de la penitencia, que nos permite pedir perdón y perdonar…, todos
estos medios hacen posible el sueño de un matrimonio estable, fiel y fecundo,
para bien y felicidad de él mismo, de los hijos, de la sociedad y de la
Iglesia. Jesucristo, que declara sin ambigüedades la indisolubilidad, se ofrece
para hacer posible la felicidad.