-Textos:
-Gn 3, 9-15. 20
-Sal 97, 1-4
-Ef 1, 3-6. 11-12
-Lc 1, 26-38
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”
Queridas
hermanas benedictinas y queridas hermanaos todos:
Hoy celebramos
una de las fiestas de la Santísima Virgen María más hermosas y más populares:
La Inmaculada concepción de la Virgen María.
María no solo
no cometió pecado a lo largo de su vida, sino que fue preservada del pecado
original, y además, fue agraciada con la plenitud de la gracia de Dios.
“Llena de
gracia”, ese nombre le dio Dios mismo por boca del ángel. El nombre más
precioso de María. Dios viene a decirle que desde siempre y para siempre es la
amada, la elegida, la escogida por Él, para que acoja y alumbre el don más
grande que puede recibir el mundo, Jesucristo, el Verbo de Dios, el “amor de
Dios encarnado”.
Nosotros, esta
mañana, nos alegramos, contemplando a María, Madre de Dios y Madre nuestra.
Nuestros padres, en nuestra casa, en nuestra educación cristiana hemos
aprendido un amor cálido, sincero y
afectivo a la Virgen Inmaculada. Un amor que nos descubre que en el fondo mismo
de nuestro ser, aun cuando sentimos los rastros y las raíces malignas que nos
dejó el pecado original, existe y
resuena la nostalgia y el deseo de ser puros, inocentes, limpios, generosos…, y
nos atrae la belleza y el esplendor de la pureza, de la bondad, de la inocencia.
Por eso, cuando
desde niños, y ahora, contemplamos a la Virgen María, mujer de nuestro
mundo, criatura humana como nosotros, y
que Dios mismo la llama “Llena de gracia”, en ti no cabe el pecado, toda tu
naturaleza está impregnada y revestida de virtud y de santidad, nosotros nos
llenamos de admiración y de una santa envidia.
El concilio Vaticano
II, en la Lumen Gentium dice: “Para ser Madre del Salvador, María fue dotada
por Dios con dones a la medida de una misión tan importante”. Es decir una
gracia divina tan grande como grande y excelsa era la misión que se le iba
encomendar y se le encomendó.
Hoy nos
alegramos por la Virgen Inmaculada, por ser quien es, y porque la amamos; y
agradecemos a Dios y a la Iglesia que nos ha concedido el don de ser hijos de
la Virgen Inmaculada, nuestra Madre del cielo.
La Virgen
Inmaculada descubre y despierta en nosotros lo mejor que somos y tenemos, lo
mejor que somos y tenemos como criaturas
humanas y como hijos de Dios bautizados en la fe de la Iglesia. Por eso,
dejadme terminar repitiendo el párrafo largo, pero precioso y riquísimo de
contenido, que san Pablo nos ha dedicado a nosotros en la
segunda lectura de esta celebración: “Bendito
sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con
toda clase de bienes espirituales y celestiales en los cielos. Él nos eligió en
Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor.
Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su
voluntad, a ser sus hijos”. ¡Hijos de Dios e hijos de María!