-Textos:
-Sam
26, 2. 7-9.12-13. 22-23
-Sal 102, 1b-4. 8. 10. 12-13
-1 Co 15, 45-49
-Lc 6, 27-38
“Sed
misericordiosos como vuestro Padre celestial es
misericordioso”.
Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos
todos:
“Amad a
vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os
maldicen, orad por los que os calumnian. Al que te pegue en una mejilla,
preséntale la otra…
¡Qué ideal y qué deseable nos parece este evangelio de
san Lucas que acabamos de escuchar!
En el orden social, el amor a los enemigos es una de
las prácticas más innovadoras que retratan lo característico del Reino de Dios
que proclama Jesucristo. En el fondo propone una sociedad justa y fraterna, que cree en la fuerza transformadora del perdón y del
amor gratuito y misericordioso como el de Dios.
En el ámbito personal e individual, nos parece bueno y
deseable, pero muy difícil de practicar. Vemos a nuestro alrededor cuántas
amistades que parecían eternas se interrumpen,
porque les es imposible dialogar o pedir perdón; cuantas familias muy bien
avenidas se dividen y dejan de hablarse
por una cuestión de herencia, pero en el fondo por un amor propio herido
incapaz de restañar las heridas.
Sí, todos vemos lo bueno que es vivir en paz y en
armonía con todo el mundo, pero si nos pisan el amor propio, y el demonio
enreda las relaciones con nuestro prójimo, ¡cuánto nos cuesta vencer la
tentación de no responder con pequeñas o no pequeñas venganzas; qué difícil es
perdonar, apagar los malos sentimientos
y restablecer la amistad!
Debemos pensar que Jesucristo no nos pide nada
imposible, y que si nos lo pide algo es porque Él sabe que está a nuestro alcance.
La clave está en la misericordia de Dios, en creer y
experimentar que Dios es misericordioso conmigo y con todos.
Dios nos da la vida, Dios nos da la capacidad de amar
y de ser amados, Dios despierta en nosotros la conciencia, que nos hace
sentirnos bien cuando hacemos el bien y sentirnos mal, cuando hacemos el mal,
Dios nos da el máximo testimonio de amor al enviarnos a su propio y único Hijo
para salvarnos. Realmente Dios es bueno y misericordioso con nosotros.
Y a Jesús vemos que perdona los pecados al paralítico,
que cura a los enfermos, come con pecadores para sacarlos de sus pecados y
hacerlos discípulos suyos. Jesucristo nos dice: “Venid a mí todos los cansados y agobiados”; Jesús rezando: “Perdónalos, porque no saben lo que hacen”.
Nosotros, en nuestra propia vida nos hemos sentido en
apuros, solos, enfermos, abrumados por
el pecado o y por el mal comportamiento con el prójimo, y desde estas
situaciones de menesterosidad, hemos acudido a Dios, y hemos encontrado la paz
y la fuerza para seguir viviendo.
Dios ha sido misericordioso con nosotros. Por eso
Jesucristo nos dice: “Sed misericordiosos
como vuestro Padre es misericordioso”. La misericordia de Dios con nosotros,
predispone nuestro corazón para que podamos
practicar la misericordia con los hermanos.
Hermanas y hermanos: El perdón cura, el perdón cura
heridas; el odio, la enemistad generan ansiedad y tristeza. La misericordia
genera paz, alegría; ensancha el corazón y acrecientan el amor.
Recordáis las tres palabras del papa Francisco, para
mejorar nuestras relaciones sociales: “Por
favor, perdón, gracias”.
Pero, sobre todo, las palabras de Jesús hoy en esta
eucaristía: -“Amad a vuestros enemigos,
haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los
que os calumnian… Sed misericordiosos, como vuestro Padre, Dios, es
misericordioso”.