Textos:
-Jer 38, 4-6. 8-10
-Sal 39, 2-4. 8
-Heb 12, 1-4
Lc 12, 49-53
“He venido a traer fuego a la tierra y ¡cuánto deseo que ya esté
ardiendo!”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
¿De qué
fuego nos está hablando Jesús, nuestro Señor? En unas circunstancias en que
estamos todos lamentando porque los bosques se están quemando a causa, entre
otras, de unos calores extremados y
agobiantes, ¿de qué fuego se trata?
Jesús está
hablando del amor de Dios inconmensurable, infinito a los hombres y a la
creación entera. Está hablando del Reino de Dios que él ha venido a traer y
quiere implantar en el mundo. Jesús arde en amor de su Padre Dios y quiere por
encima de todo inflamar el mundo en ese mismo amor.
Queridos
hermanos y queridas hermanas, la fe, la fe cristiana es una relación de amor,
de amistad real y sentida con Jesucristo. Creer, antes y más que un
comportamiento es una relación de amor. Porque amamos con el amor de Dios,
podemos comportarnos como Dios quiere. Creer es más que un acto de la razón es
un acto del corazón.
Cuando
hablamos de la fe de nuestro hijos, de nuestros nietos, y lamentamos que no
sigan nuestra manera de practicar la fe, y que vivan sin mayor referencia a las
prácticas y a las creencias cristianas, nos solemos consolar diciendo: “Pero al
menos son buenos chicos, estudian, trabajan por prepararse bien para el
futuro, respetan a los demás y saben
divertirse sin pasarse demasiado. Es una pena, decimos, que no vayan a misa y que a lo de la religión
no le den importancia.
La
verdadera pena es que nosotros no hayamos
sabido o no hayamos logrado transmitirles el secreto, la médula de la fe
cristiana. La fe en Jesucristo y en su evangelio es la perla preciosa, el tesoro
escondido por lo que merece la pena venderlo todo. La fe es el fuego y la
energía que con mayor potencia ilumina el sentido de la vida; impulsa y da energía para luchar en las dificultades,
en las enfermedades, en los contratiempos y en las desgracias; da ánimo y
tenacidad para emprender lo más difícil, da sentimientos de solidaridad con los
pobres de fraternidad para crear comunión, de amor para amar y perdonar.
Porque la
fe es la fuente del amor, del verdadero fuego de amor; amor como el de
Jesucristo: amor capaz de transformar y cambiar el mundo.
Y nosotros
nos resignamos y nos conformamos con que nuestros hijos sean buenos,
estudiosos, y aprueben un master para colocarse. Les exigimos motivos y tareas,
pero no inculcamos motivos fuertes y eficaces para cumplir esas tareas. Cuando tenemos en nuestras manos el secreto de
la fe, que es el fuego del amor de Dios y de Jesucristo, capaz de hacer un
cielo nuevo y una tierra nueva. El fuego que arde en el corazón de la Virgen, que
ha movido el corazón de S. Pablo, y de San Benito, y de Edith Stein, y de
misioneros y misioneras, y de padres y madres anónimos que de niños justamente
podían comer pan negro, y han sido
capaces de poner a sus hijos en la universidad y en puestos de trabajo altamente remunerados. Todos ellos
estaban movidos por la fe cristiana, una fe que encendía el fuego del amor más limpio y
generoso que se puede pensar, el amor de Jesucristo, al que hoy le vemos
impaciente porque quiere que ardan el mundo. Es la fe que anima los corazones y
les da fuerza para un comportamiento ético verdaderamente humano, y no se deja
llevar del egoísmo que adora el dinero y el poder y se vuelve insolidario e
insensible al dolor ajeno, sobre todo al dolor de los más vulnerables y desfavorecidos
de la sociedad
Para
terminar, escuchemos la Carta a los Hebreos: “Corramos con constancia…renunciando a todo lo que nos estorba y al
pecado que nos asedia, fijos los ojos en el que inicio y completa nuestra fe,
Jesús.