domingo, 23 de octubre de 2022

DOMINGO XXX T.O. (DOMUND)

-Textos:

            -Eclo 35, 12-24. 16-19ª

            -Sal 33, 2-3. 17-19. 23

            -2Ti 4, 6-8. 16-18

            -Lc 18, 9-14.

Seréis mis testigos”. “Te doy gracias porque no soy como los demás hombres…”. “Oh Dios, te compasión de este pecador”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos, todos:

En este domingo tenemos dos mensajes, muy importantes los dos. La homilía, espero no sea larga, pero tiene dos partes muy diferentes.

En primer lugar, hoy celebramos el DOMUND, la Jornada mundial en favor de las misiones. El lema de este año y para este domingo: “Seréis mis testigos”.

“El Domund es una fecha, dice nuestro señor Arzobispo, para pensar, orar, agradecer y ayudar a nuestros misioneros. Ellos son la cara más amable de la Iglesia”. También vosotras queridas hermanas, contemplativa y en clausura, junto con los monjes, sois  respetados y admirados. Pero, los misioneros y las misioneras: Sacerdotes, religiosos, religiosas y también seglares, son hoy la avanzadilla de la misión esencial, y constituyen, en medio de esta sociedad secularizada, el  estamento de la Iglesia cuya ejemplaridad nadie discute;  creyentes y no creyentes, los reconocemos con respeto y  los admiramos.

Ellos, comenta nuestro Arzobispo, “Sacerdotes, religiosos, religiosas, seglares, han dejado familia, comodidad, país, el modo de vida del mundo occidental. Su misión es, sobre todo, anunciar la Buena noticia de Jesucristo, contribuyen al desarrollo con proyectos educativos, sanitarios y sociales, y muestran así que la evangelización transforma y  engrandece al ser humano.

Pero en este domingo del DOMUND tenemos que tener muy en cuenta que todos los bautizados cristianos tenemos el encargo y la responsabilidad de ser también misioneros y de evangelizar: El papa Francisco dice: “La actividad misionera representa hoy el mayor desafío para la Iglesia, y la causa misionera debe ser la primera… La Iglesia, comunidad de los discípulos de Cristo, no tiene otra misión  sino evangelizar el  mundo”.

Y ahora, permitidme dos palabras sobre la “Parábola del fariseo y el publicano”: Os invito a fijarnos en las miradas de uno y otro personaje, tal como los presenta Jesús: El publicano, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios! Ten compasión de este pobre pecador”. La mirada del fariseo es todo lo contrario mira con autosatisfacción hacia afuera, a los demás, y dice: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros…”. 

El fariseo mira hacia afuera, hacia los demás, y se considera bueno, hasta el punto de que solo da gracias, porque es mejor que muchos. Orgulloso, se  cree bueno, y solo piensa en presentarse como bueno ante Dios; el  publicano se mira hacia adentro de sí mismo,  y con humildad reconoce ante Dios que es un  pecador, y le pide perdón.

Y habla Jesús: “Os digo que el publicano bajó a su casa justificado, y aquel, el fariseo, no. Porque  todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla, será enaltecido”.

¡Qué gran lección para los que hacemos oración! Y para todos: ¡Qué fácilmente  nos atrevemos a decir que Dios no nos escucha. Si en vez de mirar hacia fuera y compararnos con los demás, nos miráramos hacia adentro en oración y nos viéramos ante el espejo de Dios…,¿Quién puede considerarse puro y santo ante la santidad, la bondad y la pureza de Dios? Todos, como el publicano deberíamos bajar los ojos y orar con él y como él. Así podemos sentir la experiencia cierta del amor y la misericordia de Dios.

La Carta de Santiago dice muy claramente: “Dios resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes” (Sant. 4, 6).

 

domingo, 9 de octubre de 2022

DOMINGO XXVIII T.O. (C)

-Textos:

            -2 Re 5, 14-17

            -Sal 97, 1b-4

            -2 Ti 2, 8-13

            -Lc 17, 11-19

- “Yendo Jesús, camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea…

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

Queremos ser de Jesús, pero, además, queremos ser como Jesús. ¿Cómo es Jesús? ¿Qué hace Jesús? ¿Cómo se manifiesta Jesús?

En el evangelio de hoy encontramos a Jesús en la periferia, en la frontera; entre Galilea y Samaría. Los israelitas de Judea y Galilea consideraban a los samaritanos como gente mal vista, eran como paganos. Jesús está ahí, en la periferia de los creyentes y en contacto con los paganos.

Otro dato a tener en cuenta: Jesús entabla conversación con diez leprosos. Los leprosos tenían obligación de estar lejos de las personas sanas. A su vez las personas sanas tenían prohibido acercarse a los leprosos. Eran leyes sanitarias para evitar el contagio. Jesús no tiene reparo en  establecer conversación con estos diez leprosos; traspasa los límites, va más allá del  puramente legal, habla con ellos y los cura.

Y  hay más, todavía: entre los diez leprosos hay nueve, que forman parte del pueblo de Dios, y hay uno que no, que es samaritano y está considerado como pagano.  Jesús, de nuevo, traspasando límites y  en la frontera, cura a los diez, a los israelitas y a los paganos.

Más allá de la religión y de la raza, para él son personas, están enfermos, son necesitados, y los cura.

Así es Jesucristo.

Él cura a los que están físicamente enfermos, para que todos quedemos curados  de prejuicios, de diferencias y de límites que nos ponemos los humanos, pero que no humanizan, y que no son conformes a la voluntad de Dios. 

Jesucristo en este milagro nos muestra su corazón compasivo y perspectiva universalista. Para él lo que importa, sobre todo, es la persona; somos criaturas de Dios, somos hijos de Dios. Todos merecemos respeto, cuidado y salvación.

El Reinado de Dios, que él ha venido a implantar, es para todos. Él va a las periferias, se sitúa en la frontera, para traspasar las fronteras y mostrarnos un amor universal.

Jesucristo, en este evangelio, nos revela el rasgo más característico de Dios. Dios es misericordioso, Dios es misericordia. La primera manifestación de Dios en su relación con el mundo y con los hombres es el amor; y cuando los hombres  nos revelamos contra él y pecamos, él se deja llevar del corazón y nos trata con misericordia, para llamarnos a conversión.

Nosotros nos confesamos cristianos, queremos ser de Jesús y ser como Jesús. Por eso, nosotros tenemos que superar prejuicios, ir a las periferias, a los que no frecuentan la iglesia y las prácticas religiosas, a los que tienen ideas sobre la moral contrarias a las nuestras, a los  que practican otra religión, a los que nos miran mal y con reservas.

Como cristianos hemos de pedir la gracia y el carisma y el valor de estar ahí, cerca de ellos. Para dar testimonio de Jesús, de sus gestos y de sus enseñanzas y mostrarles el verdadero rostro de Dios. “Sed misericordiosos, nos dice Jesús, como vuestro Padre celestial es misericordioso”.

También vosotras, queridas hermanas benedictinas, sois invitadas a estar en la periferia, a superar los límites y prejuicios que separan y deshumanizan. Vosotras habéis sido llamadas  con vocación especial a buscar sobre todo el rostro de Dios y contemplar al Dios Padre de la misericordia. Vosotras, por eso mismo,  habéis de mostrar la misericordia de Dios en vuestra comunidad, y con todos, poniendo en práctica la consigna de san Benito: “Recibir al hermano y al huésped como a Cristo”.-

domingo, 2 de octubre de 2022

DOMINGO XXVII T.O. (C)

-Textos:

            -Hab 1, 2-3; 2, 2-4

            -Sal 94, 1-2. 6-9

            -2 Tim 1, 6-8. 13-14

            -Lc 17, 5-10

 “Auméntanos la fe”.

 “Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos”:

La fe, queridos hermanos crece o decrece, aumenta o disminuye y se agota. La fe es un don de Dios, una gracia, una energía, que se desarrolla, da sentido a la vida, e ilumina. 

La fe en Dios, en Jesucristo, en las verdades que emanan de lo que Jesucristo nos enseñó con sus palabras, su ejemplo de vida, y que ahora recibimos en la Iglesia, es un don de  Dios y la más preciosa herencia que recibimos y podemos transmitir. Por eso, tenemos que cuidarla, cultivarla y acrecentarla. Si no, el tesoro precioso de la fe se debilita y acaba perdiéndose.

No sé si apreciamos debidamente el gran tesoro de la fe: la fe cambia la manera de vivir, de pensar y de reaccionar ante las circunstancias de la vida: a la hora de tomar unas decisiones u otras sobre la profesión, el trabajo, el dinero, la salud. No es lo mismo  pensar que vivimos para siempre y que, como criaturas humanas, somos seres para la eternidad, que pensar que todo se acaba, cuando, más tarde o más temprano, nos morimos.

La fe cristiana, cuando es viva, activa, cuando cuenta de verdad en nuestra vida, nos hacer reaccionar de manera muy distinta ante el dolor, la enfermedad o la desgracia imprevista. Pero, sobre todo, la fe nos ayuda a vivir en una relación personal  de amistad con Dios, con Jesucristo, con  la Virgen y los santos. La fe nos enriquece nuestra vida afectiva, nos descubre y nos hace sentir la amistad con Dios.

La fe en Dios fomenta y potencia el amor al prójimo. Fomenta la caridad y la solidaridad. Mi prójimo no es mi rival, sino mi hermano. Para crecer en el amor es sumamente conveniente, incluso necesaria, la fe. Y para crecer en la fe es, necesario practicar la caridad, la misericordia, la solidaridad, la justicia y todas las virtudes.

Este impulso que da la fe hacia la caridad y hacia la práctica del deber y del bien no nace primeramente de nuestros buenos sentimientos, sino del corazón de Dios. Dios es amor y es el sembrador del amor en el campo de nuestro corazón. Pero además, sí, nuestra fe tiene que ser activa. Pide y mueve la voluntad para practicar, la verdad, la justicia, la piedad y la oración. Nos da serenidad y firmeza para manifestar, cuando es oportuno o necesario que somos creyentes y queremos cumplir en  todo la voluntad de Dios.

Los cristianos, verdaderamente creyentes somos todos llamados y urgidos por Jesucristo a trasmitir la fe que hemos recibido. Debemos pensar que  trasmitir la fe a nuestros hijos y a las generaciones jóvenes merece mayor empeño y más dedicación que tratar de darles unos estudios y prepararlos profesionalmente. Todo es importante, pero los estudios son solo para esta vida, la fe es para saber vivir en esta vida y para alcanzar la vida eterna.

La Iglesia nos enseña que la fe es don de Dios, y que hay que pedirla en la oración, en la práctica de los sacramentos, sobre todo, en la eucaristía de cada domingo o diaria.