-Textos:
-Eclo 35, 12-24. 16-19ª
-Sal 33, 2-3. 17-19. 23
-2Ti 4, 6-8. 16-18
-Lc 18, 9-14.
“Seréis mis testigos”. “Te doy gracias porque
no soy como los demás hombres…”. “Oh Dios, te compasión de este pecador”.
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos, todos:
En este domingo
tenemos dos mensajes, muy importantes los dos. La homilía, espero no sea larga,
pero tiene dos partes muy diferentes.
En primer
lugar, hoy celebramos el DOMUND, la Jornada mundial en favor de las misiones.
El lema de este año y para este domingo: “Seréis mis testigos”.
“El Domund es
una fecha, dice nuestro señor Arzobispo, para pensar, orar, agradecer y ayudar
a nuestros misioneros. Ellos son la cara más amable de la Iglesia”. También
vosotras queridas hermanas, contemplativa y en clausura, junto con los monjes,
sois respetados y admirados. Pero, los
misioneros y las misioneras: Sacerdotes, religiosos, religiosas y también
seglares, son hoy la avanzadilla de la misión esencial, y constituyen, en medio
de esta sociedad secularizada, el
estamento de la Iglesia cuya ejemplaridad nadie discute; creyentes y no creyentes, los reconocemos con
respeto y los admiramos.
Ellos, comenta
nuestro Arzobispo, “Sacerdotes, religiosos, religiosas, seglares, han dejado
familia, comodidad, país, el modo de vida del mundo occidental. Su misión es,
sobre todo, anunciar la Buena noticia de Jesucristo, contribuyen al desarrollo
con proyectos educativos, sanitarios y sociales, y muestran así que la
evangelización transforma y engrandece
al ser humano.
Pero en este
domingo del DOMUND tenemos que tener muy en cuenta que todos los bautizados
cristianos tenemos el encargo y la responsabilidad de ser también misioneros y de
evangelizar: El papa Francisco dice: “La actividad misionera representa hoy el
mayor desafío para la Iglesia, y la causa misionera debe ser la primera… La
Iglesia, comunidad de los discípulos de Cristo, no tiene otra misión sino evangelizar el mundo”.
Y ahora, permitidme
dos palabras sobre la “Parábola del fariseo y el publicano”: Os invito a
fijarnos en las miradas de uno y otro personaje, tal como los presenta Jesús:
El publicano, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo,
sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios! Ten compasión de este pobre
pecador”. La mirada del fariseo es todo lo contrario mira con autosatisfacción hacia
afuera, a los demás, y dice: “¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los
demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros…”.
El fariseo mira
hacia afuera, hacia los demás, y se considera bueno, hasta el punto de que solo
da gracias, porque es mejor que muchos. Orgulloso, se cree bueno, y solo piensa en presentarse como
bueno ante Dios; el publicano se mira
hacia adentro de sí mismo, y con
humildad reconoce ante Dios que es un
pecador, y le pide perdón.
Y habla Jesús: “Os digo que el publicano bajó a su casa
justificado, y aquel, el fariseo, no. Porque
todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla, será
enaltecido”.
¡Qué gran
lección para los que hacemos oración! Y para todos: ¡Qué fácilmente nos atrevemos a decir que Dios no nos
escucha. Si en vez de mirar hacia fuera y compararnos con los demás, nos miráramos
hacia adentro en oración y nos viéramos ante el espejo de Dios…,¿Quién puede
considerarse puro y santo ante la santidad, la bondad y la pureza de Dios? Todos,
como el publicano deberíamos bajar los ojos y orar con él y como él. Así
podemos sentir la experiencia cierta del amor y la misericordia de Dios.
La Carta de
Santiago dice muy claramente: “Dios
resiste a los soberbios, mas da su gracia a los humildes” (Sant. 4, 6).