-Textos
-Mal. 3, 19-20a
-Sal. 97, 5-9
-2Tes. 3, 7-12
-Luc. 21, 5-19
“Con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas”
Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
Nos acercamos al final del año litúrgico y la Palabra de Dios en estos
domingos nos sitúa ante cuestiones importantes, pero que nos dan cierta pereza
plantearlas: Son cuestiones relativas al fin del mundo, al fin de la historia
de la humanidad y de nuestra propia historia personal.
La Biblia comienza con palabras de admiración: “Al principio creó Dios el cielo y la tierra y vio Dios que era bueno”; y
termina con unas palabras de esperanza: “Sí, vengo pronto. ¡Ven Señor, Jesús”.
El Señor Jesús ciertamente vendrá. Lo prometió Él, que resucitó, subió
a los cielos y venció a la muerte y al pecado. Por la tanto, el sentido de
nuestra vida, el sentido de la historia, y de la creación entera, es que vamos
hacia el encuentro con el Señor, vencedor de la muerte y del pecado, y dador de
vida divina y felicidad eterna. No vamos hacia el vació o a la nada. Caminamos
hacia un acontecimiento salvador y de felicidad plena que afectará a toda la
humanidad y al cosmos entero.
En este contexto de deseos de felicidad y de deseos de encuentro con
Cristo y con Dios podemos entender mejor el lenguaje de san Lucas y el mensaje
que quiere transmitirnos.
Lucas comienza hablando de la caída y ruina de Jerusalén en el año 70
de nuestra era, pero pasa, sin avisarnos, a contarnos las enseñanzas de
Jesús sobre cómo tenemos que prepararnos para el fin del
mundo.
A nosotros, como a los discípulos contemporáneos de Jesús, nos surge
la pregunta: “¿Cuándo va a ser eso?” Jesús no responde exactamente a la
pregunta, pero dice algo muy importante: “El
final no vendrá enseguida”.
Por lo tanto, hay un tiempo entre el momento de la destrucción de
Jerusalén, y el momento de la venida definitiva de Cristo. Un tiempo que se
prevé largo, tiempo azaroso para nosotros los cristianos, de conflictos,
persecuciones, contradicciones, apostasías y martirios. Es el tiempo de la Iglesia, de la Iglesia y de su historia, tal
como la vivimos y la conocemos.
Es el tiempo de dar testimonio de la fe en medio de un mundo que
necesita del evangelio y que en muchos casos se resiste a aceptarlo, y lo
rechaza incluso con violencia. Esto, para nosotros los cristianos, supone casi
siempre ir contra corriente y, en muchos casos, aun sin querer, molestar,
incomodar, a otras personas que piensan y viven de manera muy distinta a la
nuestra. Pensemos en el dolor de muchos padres y abuelos que al proponer la
práctica de la fe a sus descendientes se sienten mirados con un deje de compasión o de ironía, que parece decir: “Mi
pobre abuelo, mis padres no saben que eso ya no se lleva y está muy superado, estamos
en una nueva etapa pos-religiosa”. Pensemos en algunos medios de comunicación
haciendo chirigota de prácticas y creencias religiosas, muy sagradas para nosotros los creyentes…
Dos consignas breves, firmes y enormemente consoladoras nos da el
Señor para este tiempo difícil que vivimos: Primera: Confiad en mí, “ni un cabello de vuestra cabeza perecerá”. Dios
fiel, prometió enviar un Salvador, el Salvador llegó, y dio la vida por
nosotros, para llenarnos de esperanza. Segunda: Perseverad, “Con vuestra perseverancia salvaréis
vuestras almas”. Perseverar es permanecer firmes en la fe en medio de
dificultades, de sentirnos solos, mal vistos o perseguidos. Y a perseverar nos
ayuda vivir en Iglesia, orar y amar, amar sobre todo al prójimo necesitado.
Queridos hermanos: Inmediatamente después de la consagración vamos a
cantar “Anunciamos tu muerte proclamamos tu resurrección. Ven, Señor, Jesús”.
No nos da miedo pensar en el final de la humanidad y del mundo. El final es un
encuentro con Cristo Resucitado. Por eso, cantaremos con entusiasmo: “Ven,
Señor, Jesús”.