-Textos:
-Sof 2, 3, 12-13
-Sal 145
-1 Co, 26-31
-Mt 5, 1-12ª: “Bienaventurados los pobres en el espíritu”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
La eucaristía
de este domingo de invierno nos propone el programa de las “bienaventuranzas”.
Es el prólogo al llamado “Sermón de la montaña”. El discurso que expone las
condiciones y las actitudes adecuadas
para entrar en el Reino de Dios. Este discurso
y su preludio, las bienaventuranzas, se consideran el compendio de todo el evangelio. Conviene
quizás, al principio, poner de relieve que Jesús vivió, y practicó con su vida
las bienaventuranzas.
Esto nos da
ánimo, porque él nos dice que no son unas frases teóricas para un proyecto
utópico, muy bonito e ideal, pero impracticable. Muchos cristianos, unos santos
de altar y otros que no han llamado especialmente la atención, pero que se han
sentido atraídos por el mucho bien que se puede hacer en la sociedad si las
bienaventuranzas de Jesús se ponen en práctica, sí que las han cumplido y las
están cumpliendo..
Pero advirtamos
algo importante: para vivir las bienaventuranzas tenemos que ser como Jesús,
vivir la fe en Jesús y pedir la gracia y la ayuda de Jesús.
Para vivir y
practicar las bienaventuranzas tenemos que amar, y prestar atención al prójimo,
sobre todo al prójimo necesitado.
A veces nos
preguntamos: ¿qué tengo que dar, cuánto tengo que dar: ¿Dinero, horas de
trabajo, ratos de compañía, participación en asociaciones, que tienen muy en cuenta las necesidades y los problemas
sociales? ¿Cómo hacer?
Acércate a una
persona necesitada, deja que entre en tu vida y te haga partícipe de su
desgracia, o del proyecto tan humanizador y tan evangélico que quiere poner en práctica.
No te quedes mirando desde la ventana, o viendo la televisión o leyendo no más
que los titulares del periódico…, tócale, acércate a esas o esas personas, haz
como hizo Jesús con aquel leproso, o sube a la barca con los discípulos embarcados en el lago.
Lee, escucha y
medita con frecuencia las bienaventuranzas. Porque, sin duda, te conviene, como
nos conviene a todos.Quizás no nos damos cuenta: pero Jesucristo comienza cada
bienaventuranza con la palabra “Dichosos” o “Felices” los pobres, los mansos, los que trabajan por
la paz, los limpios de corazón, los que trabajan por la justicia…, dichosos,
dichosos, dichosos.
Las bienaventuranzas,
como todo el Sermón de la montaña, son el mejor reconstituyente, la más
saludable medicina, para nuestra felicidad, y para la felicidad de todos los
hombres y de todas las mujeres.
Porque
responden a lo que el corazón humano desea sueña añora; es lo que de verdad nos
conviene a todos. Por eso, vivir según esas ocho máximas de sabiduría divina, y
practicarlas nos hace felices, nos da paz,
nos da bienestar con nuestros prójimos y con Dios. No nos lo creemos. Nos
dejamos engañar y vamos a buscar la felicidad en los concesionarios de coches
de gama alta, o a los hoteles de lujo o simplemente a viajar a cualquier sitio, con tal de que sea muy
lejos y lo podamos contar.
Hay un
versículo en el libro del profeta Jeremías en el que oímos a Dios lamentarse
con inmensa pena, dice: Doble mal ha
hecho mi pueblo: a mí me dejaron, manantial de agua viva, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas, que
el agua no retienen. (Jer 2, 13).
Hermanos todos:
Cuando vamos tras la felicidad, ¿No
pensáis que intentamos tirar al blanco y erramos casi siempre, porque acudimos
a donde nunca se encuentra de verdad.
Dejadme que os
repita: Las bienaventuranzas de Jesús, el Sermón del Monte, estas palabras sí que nos llevan a alcanzar la dicha y la
felicidad.
-Sof 2, 3, 12-13
-Sal 145
-1 Co, 26-31
-Mt 5, 1-12ª: “Bienaventurados los pobres en el espíritu”
Queridas
hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:
La eucaristía
de este domingo de invierno nos propone el programa de las “bienaventuranzas”.
Es el prólogo al llamado “Sermón de la montaña”. El discurso que expone las
condiciones y las actitudes adecuadas
para entrar en el Reino de Dios. Este discurso
y su preludio, las bienaventuranzas, se consideran el compendio de todo el evangelio. Conviene
quizás, al principio, poner de relieve que Jesús vivió, y practicó con su vida
las bienaventuranzas.
Esto nos da
ánimo, porque él nos dice que no son unas frases teóricas para un proyecto
utópico, muy bonito e ideal, pero impracticable. Muchos cristianos, unos santos
de altar y otros que no han llamado especialmente la atención, pero que se han
sentido atraídos por el mucho bien que se puede hacer en la sociedad si las
bienaventuranzas de Jesús se ponen en práctica, sí que las han cumplido y las
están cumpliendo..
Pero advirtamos
algo importante: para vivir las bienaventuranzas tenemos que ser como Jesús,
vivir la fe en Jesús y pedir la gracia y la ayuda de Jesús.
Para vivir y
practicar las bienaventuranzas tenemos que amar, y prestar atención al prójimo,
sobre todo al prójimo necesitado.
A veces nos
preguntamos: ¿qué tengo que dar, cuánto tengo que dar: ¿Dinero, horas de
trabajo, ratos de compañía, participación en asociaciones, que tienen muy en cuenta las necesidades y los problemas
sociales? ¿Cómo hacer?
Acércate a una
persona necesitada, deja que entre en tu vida y te haga partícipe de su
desgracia, o del proyecto tan humanizador y tan evangélico que quiere poner en práctica.
No te quedes mirando desde la ventana, o viendo la televisión o leyendo no más
que los titulares del periódico…, tócale, acércate a esas o esas personas, haz
como hizo Jesús con aquel leproso, o sube a la barca con los discípulos embarcados en el lago.
Lee, escucha y
medita con frecuencia las bienaventuranzas. Porque, sin duda, te conviene, como
nos conviene a todos.Quizás no nos damos cuenta: pero Jesucristo comienza cada
bienaventuranza con la palabra “Dichosos” o “Felices” los pobres, los mansos, los que trabajan por
la paz, los limpios de corazón, los que trabajan por la justicia…, dichosos,
dichosos, dichosos.
Las bienaventuranzas,
como todo el Sermón de la montaña, son el mejor reconstituyente, la más
saludable medicina, para nuestra felicidad, y para la felicidad de todos los
hombres y de todas las mujeres.
Porque
responden a lo que el corazón humano desea sueña añora; es lo que de verdad nos
conviene a todos. Por eso, vivir según esas ocho máximas de sabiduría divina, y
practicarlas nos hace felices, nos da paz,
nos da bienestar con nuestros prójimos y con Dios. No nos lo creemos. Nos
dejamos engañar y vamos a buscar la felicidad en los concesionarios de coches
de gama alta, o a los hoteles de lujo o simplemente a viajar a cualquier sitio, con tal de que sea muy
lejos y lo podamos contar.
Hay un
versículo en el libro del profeta Jeremías en el que oímos a Dios lamentarse
con inmensa pena, dice: Doble mal ha
hecho mi pueblo: a mí me dejaron, manantial de agua viva, para hacerse
cisternas, cisternas agrietadas, que
el agua no retienen. (Jer 2, 13).
Hermanos todos:
Cuando vamos tras la felicidad, ¿No
pensáis que intentamos tirar al blanco y erramos casi siempre, porque acudimos
a donde nunca se encuentra de verdad.
Dejadme que os
repita: Las bienaventuranzas de Jesús, el Sermón del Monte, estas palabras sí que nos llevan a alcanzar la dicha y la
felicidad.