-Textos:
-Gn
22, 1-2. 9a. 15-18
-Sal
115, 10 y 15. 16-. 18-19
-Ro
8, 31b-34
-Mc
9, 1-9
“Este es mi
Hijo amado; escuchadlo”.
Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos
todos:
Segundo domingo de cuaresma, estamos de camino hacia la Pascua; el mensaje de la
palabra de Dios hoy es claro y contundente: “Este
es mi Hijo amado; escuchadlo”.
El milagro de la transfiguración es un hito muy
importante en la vida pública de Jesús. Es un milagro que lo cuentan los tres
evangelista sinópticos, Marcos, Mateo y Lucas.
En estos momentos de su vida pública, Jesús se da
cuenta de que sus más íntimos discípulos piensan que en Jerusalén Jesús va dar un golpe político, se va a hacer con
el poder y restablecerá los mandamientos y el culto verdadero.
Jesús, por el contrario, piensa sólo en hacer la
voluntad de su Padre Dios, y les ha dicho: “El
Hijo del Hombre tiene que padecer mucho,
ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y maestros de la
ley, morir y resucitar al tercer día”.
En el milagro de la transfiguración Jesús quiere dar
fuerza para que no se escandalicen por lo que va a suceder.
Y para eso da lugar al milagro de la
transfiguración:
Jesús deja traslucir su condición divina desde sus
vestidos resplandecientes, además, aparece como el Mesías testificado por los
testigos más cualificados del Antiguo Testamento, Moisés y Elías. Y testificado,
sobre todo, por el testigo más digno de crédito que se puede pensar: Dios
mismo, la voz del Padre: “Este es mi Hijo
amado; escuchadlo”.
Los tres discípulos, que presenciaban el prodigio,
se sienten verdaderamente felices envueltos en la gloria de Jesús: ¡Qué bien se está aquí!
“Los caminos de
Dios no son nuestros caminos”,
hermanos. Pero Dios, si nos fiamos de
él, si creemos en él, cumple lo que promete.
A Abrahán lo puso en el
trance de hacer una aberración, lo que parecía fuera de toda lógica, sacrificar
a su único hijo, que además era el único eslabón para que se pudiera cumplirla
promesa de una descendencia innumerable. Abrahán creyó, se fio de Dios, y Dios,
a su modo, cumplió la promesa, lo hizo “Padre de todos los creyentes”.
Jesús mismo, cuando la fidelidad a su Padre lo lleva hasta el fracaso y hasta la muerte y muerte de cruz, cuando el Padre permite que el pecado de los hombres mate a su propio Hijo, Jesús permanece fiel, cree en su Padre y se pone en sus brazos: “A tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu”
Y Dios Padre no le defraudó, lo resucitó y “le dio el nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble”.
“Los caminos de Dios no son nuestros caminos”. Los mayores estábamos muy contentos cuando tanta gente iba a misa, y había muchas vocaciones de sacerdotes, misioneros y misioneras. Pero muchos bautizados se desalientan y dudan, cuando tantos dejan la práctica religiosa, y tantos dicen en voz alta que ya no creen.
Necesitamos la fe de Abrahán, que se fía de Dios hasta la sinrazón, la fe de Jesucristo, que obedece a su Padre hasta la experiencia de abandonado y hasta la muerte.
¿Cómo alcanzar esa fe? La cuaresma nos ofrece a
todos nosotros un medio recomendado por el mismo Dios, que nos dice: “Este es mi Hijo amado; escuchadle”.
Porque la fe abre las puertas a la intervención de
Dios. Y Dios cumple sus promesas y nos salva. Abrahán fue Padre de todos los
creyentes, y Jesús es el Señor
resucitado y primicia de salvación para todos los hombres.
Bien podemos pensar esta mañana que acercase al
altar y participar en la eucaristía es como subir con Jesús al monte Tabor y
contemplar a Cristo Resucitado.