-Textos:
-2 Cr 36, 14-16. 19-23
-Sal
136, 1-6
-Ef
2, 4-10
-Jn
3, 14-21
“Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que
ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida
eterna”.
Queridas hermanas
benedictinas y queridos hermanos todos:
¿Qué pasó en el
desierto en los tiempos de Moisés? Los israelitas estaban cansados de andar por
el desierto, cansados de comer como único alimento el maná, y se rebelaron
contra Moisés y contra Dios. Añoraban la
vida en Egipto. Dios permitió que aparecieran unas serpientes que, al morderles,
les provocaban la muerte. Los israelitas acudieron a Moisés. Moisés oró y habló con Dios, que dijo a Moisés:
“Haz una serpiente de bronce y colócala en un palo. Todo el que la mire quedará
sanado”. Este palo con la serpiente de bronce ha sido interpretado como símbolo
de la cruz con Cristo crucificado. Por eso, las palabras de Jesús a Nicodemo.
Hoy, ya cerca de la
Semana Santa somos invitados a mirar la cruz con Cristo crucificado, y descubrir en ella
principalmente dos enseñanzas. La primera la maldad del pecado- de nuestro pecado y de los pecados de todos.
Nos cuesta reconocer el pecado, nos cuesta reconocernos pecadores. Y es que el pecado
tiene en su entraña la habilidad de
esconderse como tal. Sacamos excusas para decirnos a nosotros mismos:
“No es tan grave lo que he hecho, no tiene importancia”. El pecado aborrece la
luz, se esconde ante nuestra conciencia, para que sigamos pecando.
Mirando a Jesucristo
comprendemos la gravedad del pecado. Los pecados del mundo han dado lugar a la
muerte del Hijo de Dios. En Jesús colgado de la cruz comprendemos que Dios, en
Cristo, padece por el pecado del mundo. En la cruz comprendemos que el pecado
cuesta a Dios la muerte del Hijo.
Si en vez de
auto-engañarnos e intentar justificarnos, nos confesamos pecadores, y en alguna medida, colaboradores del mal en el
mundo, comenzamos a salvarnos. Confesarnos pecadores es el camino
imprescindible para acercarnos a Dios, y encontrarnos con él.
Pero, además, mirar a
la cruz y contemplar a Jesucristo crucificado nos revela la misericordia de
Dios. Jesucristo crucificado nos certifica que la misericordia divina envuelve
al mundo y es más fuerte que el mal. “Donde
abundó el pecado sobre abundó la gracia de Dios”. “Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”.
La cruz de Cristo nos
da la demostración inequívoca de que Dios nos ama. Y al sentirnos tan sincera y
verdaderamente amados por Dios, no necesitamos esconder nuestros pecados o
disimular que los hemos cometido. La misericordia de Dios, manifestada en la
cruz de Cristo, nos dice hasta qué punto
somos amados por Dios, sentimos admirados
que Dios quiere perdonarnos, brota la confianza y la amistad y no nos da
vergüenza abrirnos a Él de par en par. Y al confesarnos sinceramente ante Dios, nos hacemos
responsables de nuestra vida y de nuestros actos.
Este proceso espiritual
e interior lo podemos vivir mirando al
Crucificado.
Y así, impulsados por
nuestro corazón que se siente amado y perdonado, nuestra libertad queda
liberada y se abre a Jesucristo para preguntarle sinceramente y sin miedo:
“Señor, ¿Qué puedo hacer por ti?”.