domingo, 10 de marzo de 2024

DOMINGO IV DE CUARESMA (B)

-Textos:

            -2 Cr 36, 14-16. 19-23

            -Sal 136, 1-6

            -Ef 2, 4-10

            -Jn 3, 14-21

 Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna”.

Queridas hermanas benedictinas y queridos hermanos todos:

¿Qué pasó en el desierto en los tiempos de Moisés? Los israelitas estaban cansados de andar por el desierto, cansados de comer como único alimento el maná, y se rebelaron contra Moisés y  contra Dios. Añoraban la vida en Egipto. Dios permitió que aparecieran unas serpientes que, al morderles, les provocaban la muerte. Los israelitas acudieron a Moisés.  Moisés oró y habló con Dios, que dijo a Moisés: “Haz una serpiente de bronce y colócala en un palo. Todo el que la mire quedará sanado”. Este palo con la serpiente de bronce ha sido interpretado como símbolo de la cruz con Cristo crucificado. Por eso, las palabras de Jesús a Nicodemo.

Hoy, ya cerca de la Semana Santa somos invitados a mirar la cruz con  Cristo crucificado, y descubrir en ella principalmente dos enseñanzas. La primera la maldad del pecado-  de nuestro pecado y de los pecados de todos. Nos cuesta reconocer el pecado, nos cuesta reconocernos pecadores. Y es que el pecado tiene en su entraña la habilidad de  esconderse como tal. Sacamos excusas para decirnos a nosotros mismos: “No es tan grave lo que he hecho, no tiene importancia”. El pecado aborrece la luz, se esconde ante nuestra conciencia, para que sigamos pecando.

Mirando a Jesucristo comprendemos la gravedad del pecado. Los pecados del mundo han dado lugar a la muerte del Hijo de Dios. En Jesús colgado de la cruz comprendemos que Dios, en Cristo, padece por el pecado del mundo. En la cruz comprendemos que el pecado cuesta a Dios la muerte del Hijo.

Si en vez de auto-engañarnos e intentar justificarnos, nos confesamos pecadores, y en  alguna medida, colaboradores del mal en el mundo, comenzamos a salvarnos. Confesarnos pecadores es el camino imprescindible para acercarnos a Dios, y encontrarnos con él.

Pero, además, mirar a la cruz y contemplar a Jesucristo crucificado nos revela la misericordia de Dios. Jesucristo crucificado nos certifica que la misericordia divina envuelve al mundo y es más fuerte que el mal. “Donde abundó el pecado sobre abundó la gracia de Dios”.Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo”.

La cruz de Cristo nos da la demostración inequívoca de que Dios nos ama. Y al sentirnos tan sincera y verdaderamente amados por Dios, no necesitamos esconder nuestros pecados o disimular que los hemos cometido. La misericordia de Dios, manifestada en la cruz de  Cristo, nos dice hasta qué punto somos amados por Dios, sentimos admirados  que Dios quiere perdonarnos, brota la confianza y la amistad y no nos da vergüenza abrirnos a Él de par en par. Y al confesarnos  sinceramente ante Dios, nos hacemos responsables de nuestra vida y de nuestros actos.

Este proceso espiritual e interior lo podemos vivir mirando al  Crucificado.

Y así, impulsados por nuestro corazón que se siente amado y perdonado, nuestra libertad queda liberada y se abre a Jesucristo para preguntarle sinceramente y sin miedo: “Señor, ¿Qué puedo hacer por ti?”.