-Textos:
-Job 38, 1. 8-11
-Sal 106, 23-26. 28-31
-2 Co 5, 14-17
-Mc 4, 35-41
“Maestro, ¿no te importa que perezcamos?”
El mar, admiración por grandiosidad; y caos por el peligro de fuerzas
demoníacas.
Los discípulos en la barca (Iglesia), es de noche. Se levanta la
tempestad. Oleaje, la barca se llena de agua, se hunde.
Jesús cansado, duerme: Parece como si los dejara abandonados en el
peligro. Los discípulos tienen reparos para despertarle, pero al fin, le gritan:
-“Maestro, ¿no te importa que
perezcamos?”.
Los discípulos lanzan en cierto sentido un grito de protesta. Como
nosotros, cuando a lo largo de nuestra vida nos vemos azotados por tempestades, problemas que nos sacuden
como el viento y nos angustian; dudas que nos sumen en la noche; nuestra barca,
nuestras convicciones de fe se descalabran. Imploramos a Dios y nos parece que
no nos oye, que no se interesa por nuestra angustia ni por el peligro que corremos.
Y nos preguntamos: “¿Dónde está Dios?”. Y si está, “¿por qué está
dormido?” “¿Por qué no se une con nosotros a sacar agua de nuestra barca y de
nuestra fe? ”. “¿No le importa que nos hundamos?”.
Jesús quiere que lleguemos a hacernos preguntas como estas, que no nos
quedemos en la superficie de nuestra vida, sino que aprendamos a vivir desde la dimensión
trascendente y religiosa de la vida. Somos seres para la eternidad, no vivamos
en la superficie de las aspiraciones de ganar, gastar, comprar y vender, y
acudir al médico. Y ahí se acaba todo. Tanto luchar, y al final nos vamos de
este mundo sin haber satisfecho plenamente ninguno de nuestros sueños, ni de
nuestros deseos y ambiciones.
Nos viene muy bien, y necesitamos vernos en el trance de la barca de nuestra
vida que se nos hunde. ¿Señor, ¿existes? ¿Es verdad que cuidas de mí?, ¿Qué me
quieres? ¿Por qué me siento abandonado o abandonada? ¿Por qué me vienen encima
tanto problema, tanto dolor? Es cierto que nos morimos, pero, ¿hay algo
después?
Estas preguntas y estos momentos, no son ni tragedias, ni tonterías, podemos
convertirlos en gracias de Dios que nos llevan al fondo de nuestra existencia, y
a oír la voz del corazón. Porque nos permiten ir hasta Dios, dar sentido a
nuestras prácticas religiosas y a tomar en serio la honradez en nuestros
trabajos. Si vivimos desde la voz de la conciencia y en el silencio o en la
oración, dejamos que surjan las preguntas que laten en el corazón, cobrarían un
sentido nuevo los sacramentos, la eucaristía, la confesión, la devoción a la Virgen, y también las relaciones con
nuestra familia, y con la gente y hasta el modo de gastar el dinero, y de
trabajar. Dejaríamos de vivir entre dos aguas: entre seguir a Jesucristo y su
evangelio, y a la vez, vivir al aire de los modos y las modas que se llevan en
el mundo.
Sí, vosotras hermanas los sabéis muy bien: necesitamos pararnos, hacer
silencio y oración, escuchar, qué llevamos dentro… Sentiríamos paz; sentiríamos
al Señor que dice en medio de nuestros problemas y angustias: “Paz, silencio”. Y que también nos dice: “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis
fe?”